Cultura

Corazones vándalos, una dura historia de víctimas y victimarios

La película protagonizada por Beto Ortiz, escarba en la miseria y desesperación del ser humano. Una radiografía desde las entrañas del mundo carcelario, donde las victimas y los victimarios intentan sobrevivir en una sociedad cada vez más violenta.

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Muchos culpables, muchos inocentes, muchos víctimas pero sobre todo victimarios. La vida carcelaria ha ejercido una fascinación en escritores y cineastas a lo largo de la historia. El drama de la privación de libertad y del castigo extremo como caldo de cultivo para hurgar en los abismos personales. Algunas de las grandes obras de la literatura nacieron en una celda donde «humanidad» es sólo una palabra que el sistema no consigue definir. Y la prensa no es ajena a ello. En este extenso e intenso documental de Beto Ortiz, dirigido por Carla García, el periodista encuentra en un grupo de presidiarios jóvenes la oportunidad de redimir su soledad y sentirse «parte de algo». Pero olvida —cosa rara en un lector e investigador como él— que cuando uno mira mucho tiempo dentro del abismo, este también mira dentro de uno. Hasta que lo devora, convirtiéndolo en el personaje de una historia llena de frustraciones, soledad, muerte, decepción y miedo.

Arma entonces un taller de lectura y escritura en la cárcel, y los presos empiezan a responder bien: encuentran en los libros una forma de evadir la profunda soledad, y en la escritura una forma de ir exorcizando sus culpas y demonios. El envalentonamiento de la calle se esfuma tras las rejas; la violencia se queda ahí afuera, esperando a que salgan «libres» para volver a tentarlos y devolverlos a la prisión y a sus dramas. A sus promesas de un cambio que nunca llegará. Y entonces el periodista —mareado por la emoción de los nuevos lazos de «amistad»— cruza la delgada línea del profesor de taller y se convierte en una suerte de «protector» del que todos abusan de diferentes maneras, siempre materiales, en una vorágine cada vez más intensa y delirante.

La radiografía entonces va de la mano con la vida exagerada del periodista —siempre en el ojo de la tormenta—, y en las tragedias que van rodeando el mundo que ha ido construyendo a lo largo de los años. La espantosa muerte de José Yactayo —encargado de la edición del documental— y la dependencia emocional y económica de los presos, invaden su vida, dejando en el espectador un sabor amargo y una sensación de estar mirando también lo oscuro del abismo, porque todo lo que se ve en esta cinta es real y se ha grabado, además, a lo largo de varios años ¿Estará Ortiz también preso de alguna manera en esta maraña que él mismo ha tejido? ¿Es acaso la oscuridad tan fuerte y tentadora que desenfoca el plan primigenio de un taller para terminar convertido en una suerte de hada madrina de los hijos del orden? Todo indica que sí, porque la oscuridad seduce y la maldad también. Y porque algunas manzanas podridas lo serán siempre, así los visiten escritores de la talla de Oswaldo Reynoso, quien aparece en pantalla por algunos segundos, para intentar recuperarlos a través del arte.

Sólo uno lo consigue, un muchacho que de verdad encuentra una razón para vivir e ingresa a la universidad a estudiar, y llora la primera vez que consigue aprobar todos sus cursos. Porque no estaba del todo perdido. Porque la lectura lo salvó. Y quizá por eso valga la pena para el periodista pagar el precio. Un precio demasiado caro para todos —espectadores incluidos—, porque, como ya sabemos, el cielo y el infierno son terrenales: ambos los llevamos dentro de nosotros mismos.

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