Columnistas
Conversación en la plaza: historia de un cortejo en el siglo pasado
Don Jorge, un anciano de 89 años, compara cómo se cortejaba en el siglo pasado.
Por: Raúl Villavicencio H.
Al frente de la iglesia San José, muchos ancianos, entre hombres y mujeres por encima de las ocho décadas, pasan sus tardes tomando un poco de sol, muchos de ellos acompañados de una enfermera o algún familiar que le pueda asistir, y unos cuantos aún conservan las energías para pasear por la pequeña plaza solos, siempre con la cautela requerida.
Recostados en una silla de ruedas, observando a los niños jugar por su costado o escuchando tenuemente el ruido de la calle y el transitar de las personas, aquellas personas con una vasta experiencia parecieran querer sentir una vez más la vitalidad que alguna vez tuvieran en sus años primaverales.
Uno de ellos, don Jorge, un apacible anciano a punto de cumplir 90 años, me cuenta sobre aquella vez en que se hicieron la ‘vaca’ con sus amigos del colegio para irse caminando desde Jesús María hasta el Callao.
“Nos íbamos caminando por toda la hacienda Pando, que en ese entonces era pura chacra, hasta el Callao. A veces los policías nos detenían porque nos veían con nuestros uniformes y nos preguntaban a dónde nos íbamos, ya que a esa hora se suponía teníamos que estar estudiando”, me cuenta con voz pausada y serena.
No es fácil poder conversar en un espacio público con una persona mayor de edad ya que por cuestiones naturales de los años el sentido auditivo se va perdiendo, o a algunos ancianos les cuesta mucho poder hablar y sostener una conversación en voz alta. Pasando largo rato por ahí, intentando con uno y otro iniciar una charla amena, veía que el tiempo se me iba yendo y ya estaba a punto de emprender la media vuelta; sin embargo, don Jorge, entre indeciso y esquivo inicialmente, se animó a contarme sobre cómo era el cortejo y el amor durante la década de 1950.
“En ese tiempo nos íbamos a ‘jironear’. Los jóvenes teníamos que estar muy bien vestidos porque no se podía ir así nada más por ahí. Las muchachas, muy guapas y educadas ellas, se fijaban hasta en el más mínimo detalle de cada uno, y para enamorarlas había que ser muy respetuosos y caballeros”, contaba don Jorge con una memoria envidiable.
A diferencia de hoy donde la juventud prefiere contactarse por primera vez con un frío “hola” en un mensaje de texto; a mediados del siglo pasado era muy importante la impresión que se daba, y eso no quería decir necesariamente que uno esté bien vestido de pies a cabeza, sino que primaba por sobre todo los modales para acercarse hacia la otra persona.
“Una cosa muy importante era ganarse la simpatía y aprobación del padre de la muchacha. Cuando ella nos presentaba a su papá teníamos que lucirnos y demostrar nuestras verdaderas intenciones con su hija. No había ocasión en que no estemos nerviosos, porque en ese entonces los padres eran muy rigurosos y exigentes con las parejas de sus hijas”, relataba.
“Y después —añadía— tenía que pasar al menos un año para recién hablar sobre un contacto más íntimo con la otra persona. Ahora no pasa ni un mes y ya están teniendo relaciones sexuales… se saltan muchas cosas los jóvenes ahora. Antes uno primero tenía que conocer bien a la pareja, pasar por el enamoramiento, el noviazgo y recién ahí hablar de matrimonio. Esas cosas se han perdido”.
En ningún momento la voz de don Jorge perdía la ecuanimidad, empero, había que poner bastante atención en el ligero énfasis que le ponía a ciertas palabras, sobre todo en aquellas donde mostraba mucha incomodidad, como cuando se refería a las constantes rupturas amorosas entre los jóvenes. Su voz era pausada sin llegar a decirse que arrastraba las palabras, sino que de su boca salían las palabras necesarias para elaborar una oración completamente racional; carente de divagaciones y muletillas, mucho menos adjetivos ofensivos o palabras en doble sentido. Era, sin tanta ornamentación ni solemnidad absurda, como si eligiera sabiamente qué color utilizar para terminar una pintura. Los años, pienso, te enseñan a ser cauteloso y mesurado con lo que dices.
Don Jorge se lamentaba que las parejas de hoy terminen su relación en unos cuantos años y que en cuestión de meses inicien una nueva.
“Yo empecé a trabajar desde los 19 años y a los 29 ya estaba casado. Tengo 4 hijos y como 14 o 15 nietos. Ahora, a lo mucho una pareja quiere tener un hijo o en su defecto se conforma con tener un perro. He estado casado más de 55 años hasta que mi mujer decidió adelantarme”, prosigue y un vendedor ambulante nos interrumpe la conversación. Él, con un movimiento cortés de su cabeza, le avisa que no está interesado en comprarle. Sus modales están muy bien pulidos y resaltan cuando uno lo trata por primera vez.
—Usted me comentaba que en muchos programas de la televisión actual son las responsables de este descontrol en la juventud, ¿cómo así?
“Ahí solo pasan discusiones, infidelidades, escándalos. No entiendo cómo puede ver la gente ese tipo de programas, sobre todo en horario donde toda la familia está reunida. Que una chica está con uno, luego con otro, y luego con otro, y eso la juventud lo normaliza, cree que es lo correcto”.
La tarde se estaba yendo y la plaza poco a poco se iba vaciando; el viento de mayo empezaba a soplar con más fuerza y eso significaba que nuestra conversación estaba a punto de terminar. La campana de la iglesia nos avisó que eran las cinco de la tarde. Don Jorge alzó la vista al ver que las personas iban ingresando lentamente a la casa de Dios.
“Te agradezco la conversación. Yo había venido a dejar unas botellas de plástico que tenía guardadas. En la esquina hay un depósito donde luego se las llevan para reciclarlas —me dice, indicándome con la mirada el lugar donde se encontraba el depósito —; pensaba hacer hora hasta que empiece la misa. Me encontraba muy aburrido, pero hoy fue diferente”, dijo emocionado.
Me despido estrechándole la mano a don Jorge, aquel anciano que me duplica la edad, el quinto de quince hermanos, el ex trabajador de Sedapal. Antes que se retire le pregunto por qué no usaba bastón como todos los de su generación. Él, dibujando una sonrisa pícara, me responde que lo hacía “ver muy viejo”.