Escribe: Ybrahim Luna
(Foto: La Tercera)
La pandemia que ha paralizado a nuestro planeta y tiene en vilo a la economía mundial, no representa en realidad el reto evolutivo final de nuestra especie, ni alterará mágicamente los valores químicos de nuestro cerebro para convertirlo un órgano más empático ante la futura e inminente autodestrucción humana.
Este escenario tampoco es un golpe mortal al capitalismo, como augura el filósofo esloveno Slavoj Zizek, y mucho menos la reconciliación del hombre con la naturaleza. Lo que ocurre en el planeta es un entreacto dramático de los muchos que ha habido, y que suelen anteceder a una nueva etapa de consumo y desconfianza; en suma, un respiro para retomar el amor por las compras y los combustibles fósiles que son el motor de la globalización.
El coronavirus –ese agente infeccioso que no está vivo ni muerto- nos ha dado una lección de humildad demasiado pasajera. Porque cuando regresemos a las calles, a los campos y a las playas, lo primero que haremos será ahuyentar a la fauna que había ganado terreno ante nuestra ausencia. Las aves, las especies marinas y los mamíferos salvajes serán acosados y acorralados nuevamente, y solo los volveremos a ver cuando una cámara con visión nocturna los capte husmeando en nuestros basurales.
Cuando esta zozobra termine y estemos seguros de la cercanía humana, saldremos corriendo a tomar por asalto las tiendas de los malls para endeudarnos comprando televisores y adornos para la cocina y el baño. Porque retornaremos con el doble de hambre por consumir, de eso tratan las fases del capitalismo.
Es falso que hayamos aprendido una “solidaridad socialista”. Nuestras muestras de apoyo son la parte necesaria, y sobre todo mediática, para reconocernos mínimamente como sociedad; pero eso no va a cambiar que al final todo esto es un sálvese quien pueda, porque necesitamos comer y eso es apremiante; pero lo curioso es que aún en los tiempo de bonanza hemos (o nos han) aplicado el sálvese quien pueda.
Existe un gran afán de las empresas por contarnos públicamente que están con nosotros, que padecen lo mismo que nosotros, y que si pudiesen tomarían nuestro lugar para sobrevivir unos tres meses con 760 soles. Pero son esas mismas empresas las que nos venderían una mascarilla, un ataúd o un balón de oxígeno a diez veces su precio original si no fuese tan mal visto ante las cámaras de televisión.
Esto nos lleva a la realidad de los “liberales” peruanos, al papel tan extraño y bizantino que están jugando durante esta pandemia.
Liberales peruanos los hay y de toda laya. Algunos mantienen su cercanía al fujimorismo y otros reman alrededor de la centroizquierda, pero todos coinciden en un lema que los expone a la luz de una lámpara de taxidermista: ¡No queremos más Estado! Seguido de una defensa casi religiosa del Mercado como único aval de las libertades primordiales. Y es que nuestros liberales hablan en nombre del pueblo, y sufren por quienes tienen que salir a ganarse el pan día a día, y en nombre de ellos es que piden flexibilizar las normas para que los trabajadores regresen masivamente a las fábricas, pero en realidad solo buscan que los empresarios cuenten con la mano de obra barata de siempre.
Como si fueran poco, firman comunicados internacionales en contra de los toques de queda y la inamovilidad social porque creen que son formas veladas de un futuro estatismo pro estalinista. Y aunque no lo digan abiertamente, ellos –en sus fueros más internos– creen que pueden resistir mejor al coronavirus porque están mejor alimentados, porque su sangre es más fuerte y son inmunes a cualquier bichito que anda malogrando la Bolsa de valores. Lo piensan, pero no lo dicen, a lo mucho y se atreven a arengar “yo sé cuidarme mejor que nadie”, o “el mayor virus es el miedo”, mientras hacen footing con su perro en pleno estado de emergencia. Y es que nuestros liberales, que odian ser identificados por su más exacta definición de neoliberales, nunca dejarán de expresar su amor por la “libertad”, porque es lo único que los identifica como modernos en un país desigual y lleno de carencia. Por ejemplo, dijeron que la minería no podía parar porque era la base de las exportaciones peruanas, y ahora tenemos a cientos de trabajadores mineros con covid pasando su cuarentena a la deriva; y callaron cuando las clínicas privadas acumulaban millones cobrando por pruebas que el Estado hacía gratis.
El ciudadano de a pie tampoco volverá como un Gandhi de la paciencia. El deseo de colarse en la fila, arrojar una botella plástica al suelo o tocar el claxon como un loco lo está consumiendo. La criollada solo ha tenido una tregua porque por ahora es relativamente mortal.
Cuando todo esto pase volverá la cruenta caza de ballenas, la criminalidad escalara a sus niveles normales, el smog retomará su condición de gobernante aeróbico y el negocio de las armas moverá nuevamente sus hilos en Wall Street.
Y en medio de ello estarán nuestros liberales peruanos exigiendo que no se aumente ni un sol a los sectores de Salud y Educación porque eso sería populismo, y porque los privados siempre lo harán mejor, aún a puertas de la muerte. Amén.