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Con el corazón encima de la camiseta

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El cronómetro se detuvo en el minuto cuarenta y dos del primer tiempo. Las gargantas de todo un país se alistaron para exigir al máximo sus cuerdas vocales. Se lo merecían. Habían esperado treinta y seis años para gritar en un mundial esa alegría postergada que el fútbol resume en tres letras.

Un monosílabo de vocal redonda como el esférico que acomodó Christian Cueva en el punto de penal. Perú se enfrentaba contra Dinamarca. Ningún músculo cardíaco se movió en treinta millones de peruanos. Cada pupila seguía al milímetro el recorrido del número diez de la selección. Cueva pateó y el esférico se fue muy arriba como suelen irse los sueños cuando se despegan demasiado de la realidad.

Y allí arriba se quedó suspendido el balón. Era un sol de cuero que iluminó con agresividad los compungidos rostros de los hinchas. Algunos fanáticos esperarían que el partido se pierda, para idear infames burlas por las redes, comprobando que no solo las camisetas, sino las almas se percuden y se hacen fácilmente estropajos.

No sé si lo hubieran hecho si supieran que un chico de ocho años, mal comido y peor vestido, se llenaba de polvo en un terral de Huamachuco, jurando por su santa madrecita, que algún día llevaría a su país a un mundial. Entonces entenderían que ese balón suspendido en el cielo, ese que había sido disparado tan arriba bajaría nuevamente a los pies del pequeño, y la magia volvería al botín diestro de Aladino y todo comenzaría de nuevo.

Y el niño miraría cómo el prodigio se instala en ese terral, cómo el esférico se vuelve un sol, cómo ahora lo puede seguir pateando, luminoso, perfecto, con una hermosa casaquilla pobre, remendada de fe, de purita fe, buscándole meter un gol a la gloria. Ese pequeño arco que a veces se cierra a los que llevan, como Cuevita, el corazón encima de la camiseta.

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