Cultura

Comprar libros en tiempos de coronavirus, por Julio Barco

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Sí, las épocas, como sugiere de Adorno, no dan para la poesía, sin embargo, algunos seguimos nutriendo la mente con bellas lecturas, libros encuadernados y viejas ediciones difíciles de encontrar. Para los lectores desprevenidos, se siguen bebiendo libros en algunos puestos de nuestra destartalada ciudad.

Ir es situarse en el contexto inmediato: lleva alcohol en chisguete, tapabocas doble y sencillo para el pasaje. Los buses van lentos y melancólicos, todos se arremolinan en la danza furibunda que es el tráfico de las periferias de Lima alrededor del mediodía. Bien, el silencio fúnebre llena las callejuelas de la avenida Rivagüero —garganta vasta de El Agustino—, tan solo matizadas por alguna muchacha en bluyín que espera silenciosamente el bus, o algún niño que le dice a su mamá “¿hay vida en Marte?” y ella sigue incólume observando su teléfono celular.

La cosa es no contagiarse de este bicho que ronda, elegantemente, con sus tenazas hirsutas, los tristes pulmones de nuestros vecinos. Se sabe de su ambición por multiplicarse de modo incesante, por ende, se exige cuidado.

La realidad hierve de matices. Y es obvio: los sábados se da citan todos los encuentros. Sonrisa de los jóvenes trapecistas que se trepan a un tractor para molestar a los dos conductores colgados. Luego seguirán danzando con acrobacia en cada semáforo rojo. El chofer es un viejo, cruzado de arrugas, pero bien plantando en su lucidez. Doma el bus como si fuera un potro.

Los que van a comprar libros en estas fechas deben saber que existe el puesto de Ángel Yzquierdo Duclós. Lugar hogareño, clavado al borde de Gamarra, justo en la estación 28 de Julio, —yo ahí bajo, observo para ambos lados y camino sereno— donde se da espacio en un local pegado a vendedores de zapatos, de ropa usada, de goma y alcoholes para zapateros; en curiosa simetría con el caos, los libros de Ángel son un bosque selecto. Llega otro amigo de Ángel, que se identifica por su hábito de curiosidad. Charlamos de la virtud.

-¿Tú crees que la izquierda es radical? Radicales son esos de la derecha que matan a los pobladores, les pagan poco. Mira, ¿sabes cuánto gana un policía? Cinco mil soles. ¿Y un profe? De mil quinientos a dos mil soles.

-Todo esto ya está comprando –advierte Ángel–, pero yo no voy a seguir citando el Manifiesto del Partido, mejor hablemos de otros temas.

Se observa ya la calle ahíta de pasos. Una flaca con su amiga pasan como una estela en la mar. Observo las ediciones de Valdelomar enfundadas en plásticos cuidadosamente doblados, a la manera duclosiana. Leo el título: “La ciudad de los tísicos” Su amigo sentencia:

-A ese Castillo le tienen miedo. La gente de la derecha de siempre. Esa misma gente que defiende las injusticias de la realidad.

Ángel apura su cerveza negra. Los ojos titilan. La señora, la “gringa”, que vende ropa usada nos llama la atención: guarden su chela, esto no es cantina. Hay ofertas de camisas a cinco soles, de pantalones de tela pulentas a cuatro soles, de chompas manga larga cuello de tortuga a diez soles. Regresa a su puesto y el vendedor de chucherías para remendar zapatos le lanza una risotada a Ángel. Su amigo sentencia:

-Aquí te tienen controlado Ángel. Mira a este viejo– me dice su amigo risueño–, ahí donde lo ves, hace algunos años era todo un galán. Estaba de novio con una chica bien bonita.

Ángel eleva el vaso de la chela. Da una reverencia solemne a la tarde grisácea, color llanto de agua empozada con gráciles mosquitos yertos, y vuelve a observar silenciosamente la calle. No solo es un selecto librero, sino también un poeta de factura memorable y un escritor intempestivo de valses. Pero, especialmente, es el autor de aquellos famosos versos: “soy un ave volando en el Campo de Agramante”, que lo conectan tanto con Baudelaire como con su sello único.

-Y esa flaca de Ángel era bien bacán. Bien humilde. Ángel la llevaba a comprar a Gamarra pero ella quería aquí, ¿no Ángel? Pucha, bien humilde. No sé por qué la perdió. Yo que él, si me dejaba, le hubiera dicho que me suicidaba para que no se vaya. Pero este tío… ahí donde lo ves, ya lleva…

-Treinta y seis años –sentencia Ángel, secando el vaso– y este primero de abril recién los cumplí, pero aquí en este puesto llevo quince años; antes todo era en la calle, vereda y otros puestos.

-¿Tú qué edad tienes? –pregunta el amigo.

Le digo mi edad.

-Mira que Ángel lleva más años vendiendo aquí que tu edad. Qué increíble, ¿no campeón?

Termino la botella y Ángel, solícito, me saca la bolsa con libros. Nos despedimos sin omitir el deseo de un siguiente y fecundo encuentro. Adentro van algunos tomos sobre la historia del Perú, la guerra del Pacífico, selección de artículos de Federico More, unos cuentos de Antonio Gálvez Ronceros, una novela de Daudet, un libro sobre un coloquio de escritores en Cusco (con Hinostroza y Ribeyro entre los invitados), un estudio de los nudos de Eielson… entre otros temas. Achispado por la cerveza negra, salgo a la vereda de Aviación. Camino entre jóvenes venezolanos, entre vendedoras de ropa, entre señoras que sentadas en una silla blanca de plástico te invitan a entrar a un prostíbulo, entre taxistas y gente apurada que no pide permiso, entre los primeros vendedores de mazamorra de la tarde, con su bandeja de madera con la mazamorra morada dentro de vasijas redondas que límpidamente guardan la masa morada con la canela embalsamada encima… ubico un taxi y cuadro el precio. Subo y lo primero que hago es abrir —ansiosa, feliz y rápidamente— la bolsa. Y ojeo el primer libro, y me detengo a escuchar la emisora que discurre: conferencias de Castillo en Trujillo, canciones de José José. Qué triste fue decirnos adiós. Sin embargo, mi atención se pega como molusco a las páginas que tengo entre mis manos. Y leo algunas líneas de Coloquio de Literatura y Sociedad. Ribeyro responde:

-¿Ocupación?
–No tengo
–Profesión.
–No tengo ninguna profesión
–Qué hace entonces?
–Escribo de cuando en cuando.
-¿De qué vive?
–De mis ahorros y de mis derechos de autor.

Cierro el libro, saco un billete, pago y me limpio las manos con alcohol. Finalmente, bajo a la altura del hospital Bravo Chico y camino directo al paradero de las mototaxis.

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