Lito sabe que cuando escucho «Molly Smiles», de Jesse Spencer, estoy pensando en mi papá. Sabe, también, que inevitablemente me pondré triste, y más aún por lo que pasó la última vez que fui a visitarlo.
—No te pongas así, fue la mejor decisión.
—¿Mejor decisión? Te conté lo que hizo, ¿no?
—Son los efectos de las drogas.
—Nunca estuve de acuerdo con eso.
—Qué egoísta eres, Bea. ¿Prefieres verlo sufrir? ¿Gritar de dolor?
Papá tiene un cáncer generalizado. El maldito tumor está avanzado a pasos agigantados, destruyendo a su paso cuanto órgano se le cruce. Sus dolores llegan a niveles épicos, las pastillas de ibuprofeno o tramadol apenas logran calmarlo por un par de horas.
Iván Medina, su médico de cabecera, conversó con nosotros. Nos habló claro: lo que queda es darle calidad de vida y buscar a un médico del dolor. Me opuse rotundamente, pero, mi hermano insistió en tener una reunión familiar al día siguiente; él averiguaría bien en qué consistía el tratamiento.
Esa noche no pude dormir. En sueños me imaginaba a ese médico del dolor como un tipo oscuro y malsano, dosificando el tiempo de vida de mi papá con una sonrisa maquiavélica. Me sentía culpable por ser parte de este complot urdido en contra de mi progenitor. Por un momento quise que el doctor House existiera en la vida real y fuera el médico de papá. Pero ya era demasiado tarde, un dementor ingresó a mi habitación y me susurró al oído: «Morirá. Hagas lo que hagas, morirá». Asustada, desperté de un sobresalto, prendí la lámpara y me tomé unos alprazolam.
En la reunión en casa de mis padres, aprovechando que papá dormía, pudimos contactarnos con el médico del dolor, quien nos explicó en qué consistiría el tratamiento. Dosificaría el dolor con analgésicos, así como con opiáceos, todo de manera controlada. El objetivo era evitar que papá sufra los embates del cáncer en su fase terminal. Luego de la charla, no me quedó más remedio que aceptar.
Al día siguiente, tras una revisión médica, el doctor inició su tratamiento con unos parches de morfina que se adhieren fácilmente a la espalda.
—A mí eso de la morfina me tiene preocupada, Lito. ¿Sabes? mi papá nunca en su vida ha fumado siquiera.
—¿Nunca? ¿Ni siquiera weed?
—No, siempre estuvo al margen de todo eso.
—Ja, ahora será un drogodependiente.
—No me parece gracioso.
Lo cierto es que mis temores se hicieron realidad justo ayer que fui a visitarlo.
Papá me recibió con una enorme sonrisa, frenético, y de excelente humor. La música de fondo rugía con «Hound Dog», de Elvis Presley. Mi querido viejito se movía con temblorosos pasos de baile en medio del jardín, sorteando a mamá que trataba de controlarlo y de cuidar que su bolsa de colostomía no se cayera y se regara por el césped.
«¡Hurra!», vitoreó papá cuando mamá le dijo que dejara de bailar porque el almuerzo ya estaba servido.
—He tomado una decisión y espero que la respeten —dijo muy solemne en la mesa—. Verán, me voy a mudar.
—¿Y a dónde te piensas mudar? —le pregunta mamá mientras nos hace un gesto de complicidad a mi hermano y a mí.
—A Marte.
—En Marte hace demasiado calor —le replica nuevamente ella mientras le sirve sopa de pollo desmenuzado.
—Flaca la semana pasada estuve en la Luna y no me pareció, hacía mucho frío. Marte es mejor.
—Ok, pero termina tu sopa primero.
—De igual forma, no te puedo llevar. Así que no te vayas a ofender —sentenció mi padre mientras mamá le limpiaba con la servilleta de tela los restos de comida que se impregnaban en su camisa almidonada.
Mi hermano y yo quedamos absortos. Mamá nos contó, mientras papá volvía a bailar en el jardín, que, desde el tratamiento con morfina, las alucinaciones eran más frecuentes. Lo bueno, dijo ella, es que no se ha vuelto a quejar de dolor y ahora puede dormir de largo hasta el día siguiente.
Papá se había convertido en un hippie adicto a los opiáceos. Estaba pensando en su nueva vida psicodélica, en las consecuencias que eso podría traer a su salud mental, cuando él se me acerca por detrás y me dice en voz baja:
—No quería decírtelo delante de tu mamá y tu hermano para que no se resientan, pero lo estuve pensando bien y creo que ambos podríamos caber en el avión que me acabo de comprar. Dime, Bea, ¿te gustaría ir a Marte conmigo?
Le digo que sí, que coincido con él en que la Luna es demasiado fría y que eso no es bueno para mi artritis, pero que primero tiene que ir a dormir para poder salir mañana tempranito. Lo ayudo a cambiarse, lo acuesto en su cama y le doy un beso en la frente. Cómo decirle que no a mi viejito, quien hasta en sus mayores alucinaciones me pone como su personaje favorito. ¿Cómo no ir a Marte con papá?