Escribe: Mario Castro Cobos
Con el sexy nombre de Cinema
inferno (el mismo del Iibro de 2010, Cinema inferno. Celluloid
explosions from the cultural margins, con el que guarda alguna relación) lo
que veremos y oiremos, por poco más de una hora, será un paseo que tiene de
memoriosa (y sudorosa) bajada a los infiernos del trauma y la nostalgia, sin claras
opciones de redención y de pinceladas cuasi arqueológicas de un pasado
elocuente, en el presente casi mudo, obtenidas con un iPhone.
Lima es una ciudad que no cesa de
ser destruida. Y los cines -o lo que resta ¡qué triste! de ellos- son un espejo
de dicha destrucción. Cinema inferno sobresale menos por el hilo
narrativo-conductor de su ficción (conversaciones de un periodista-cinéfilo al
borde del despido con vecinos que recuerdan -o no- los cines-fantasma,
transformados por el mismo capital que los produjo en algo más rentable, o
abandonados como poco menos que basura) que por algo que subyace en la imagen
bajo palabras y sonidos.
Me refiero al aspecto del
registro documental, las fachadas de más de 100 cines como umbrales -arruinados-
a otros mundos ya perdidos o como portadas de discos de los que ya no podemos extraer
la música que llevaban dentro. Esta desnudez es sin duda lo mejor. La
peregrinación del periodista (interpretado por Darío Abad, a quien recordamos
por su actuación en Cada viernes sangre (2011), de Fernando Montenegro,
una de las mejores películas peruanas de la década) parece paulatina y acertadamente
contagiarse por el deterioro de los cines que fotografía.
La música electrónica aporta una atmósfera
que contrasta, enfría y distancia de la acumulación aplastante del catálogo de
fachadas: gloriosas o inútiles lápidas tercas. La elegía en modo ‘todo cine-pasado
fue mejor’ es una trampa en la que tal vez te gustará caer… Cinema inferno
alcanza por una parte (finalmente) la épica modesta de un trauma originado en
una sala de cine que solo puede resolverse volviendo ahí. El trauma del
protagonista de la línea de la ficción puede repararse; el trauma de unos cines
que ya no existen; de algo que fue valioso para una ciudad y sus habitantes;
eso sí que resulta irreparable. Pero queda el documento.
A mi gusto la mejor película de
Rafael Arévalo desde Alienados (2008), su primer largo.
*Película estrenada en el VII Festival Transcinema