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Cine: The water diary, de Jane Campion (2006)

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La dulcificación relativa de lo amargo del fin del mundo (o, si se quiere, de la fuerte y real posibilidad del fin del mundo humano) planea sobre todo el corto. También los escenarios naturales aluden a un lugar más bien apartado, es decir, a un ‘fin del mundo’ en un sentido geográfico.

Un par de hermosos caballos parecen concentrar las difíciles esperanzas, o las esperanzas perdidas. Es la familia típica, ocultadora de ‘secretos’, que no sabe o no quiere hablar de frente, que miente en nombre de la ‘farmacológica’ falsificación de los hechos, que cultiva la demagógica ética del ‘final feliz’.

La fotografía trabaja con el color tierra. Los amplios espacios de la tierra baldía, esperando el milagro reticente del agua. El cielo y las nubes actúan casi como hermosas pinturas que no chorrean.  

La a medias metáfora de los tarros de vidrio llenados con lágrimas es naif, con gotas de oportunismo y efectistas sin lograr ser demasiado convincentes. Es el intento de poesía como envoltura de la tesis.

El momento con la fantasía de las nubes a ras del suelo funciona mucho mejor, porque lo imposible es tan patente que dinamiza las alas del deseo.

El sueño de una de las mujeres, en el que la violinista del pueblo, cual flautista de Hamelin atraerá a los ratones de la lluvia, es un bello consuelo, y una forma pertinente, ya que es la plegaria de la música, de dejar un final melancólicamente abierto.

 Aquí la película:

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