No es Dante, pero sí es una cierta visión de un infierno. Dante no tenía una cámara a su disposición, pero Forugh Farrokhzad sí. Una voz nos advierte sobre la fealdad que hay en el mundo. La voz nos exhorta a hacer algo contra esta fealdad y declara que esa es la razón de la película.
Se plantea la situación de cómo reaccionar ante lo que vemos. La sucesión de rostros y cuerpos afectados por la enfermedad es asombrosa y apabullante, son seres humanos como nosotros y de todas las edades, afectados por la lepra. La imagen es cruda y es directa, golpe tras golpe.
La respuesta es contradictoria y compleja. Queremos ver y no ver imágenes como estas. Queremos ignorar u olvidar esta fealdad que se ha abierto ante nosotros y que la cineasta nos restriega sin cesar. Sentimos mezcladas, atracción, rechazo, fascinación, horror, piedad, tristeza.
Pero no olvidemos que estamos viviendo una experiencia estética. Está en los versos recitados, donde ellos agradecen la existencia y la belleza del mundo. Que gozan a través de los sentidos. Es casi una ironía. Está en unas imágenes que se atreven a mostrar la verdad, que no la disimulan.
El blanco y negro es perfecto, uno olvida el color en un universo degradado. Se puede inferir, pese a la fragmentación de los planos, que el leprosario es como una pequeña ciudad habitada casi exclusivamente por leprosos. Vemos desde el tratamiento que reciben hasta sus juegos y sus fiestas.
Y está el salón de clases con una galería de rostros ‘sin efectos especiales’ de una realidad inmaquillable, entre la inocencia y la pesadilla. Cine espiritual, alegato moral, documental poético, meditación sobre la condición humana, crítica de nuestro modo de mirar, La casa es negra nos hace pensar no solo en la miseria humana sino también en la miseria de la mayor parte de lo que llamamos cine.