Cangrejo Negro / Eloy Jáuregui

Cine Orrantia / MANUAL PARA UNA SOLA MANO

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Mi religión es el cine. Mi pecado las criaturas del star-system. Fui acolito y sacristán de una escena sin pena (o al revés). De ahí que mi recuerdo más remoto junto a mamá son unos tremendos pechos en la pantalla. No los de mi madre sino los de la española Sarita Montiel cantando “La violetera”. Niño de pecho, mis manitas se aferraban a la butaca como si estuviese viendo a Boris Karloff en “La novia de Frankenstein”. Venéreo, fui vacunado contra los western, las cintas de Tarzán, todo Charlton Heston y “Marcelino pan y vino”. Luego lo mío fue el neorrealismo italiano. De Sica, Rosellini y después Dino Risi y su maravillosa “Il sorpasso” con Vittorio Gassman y Jean-Louis Trintignant hasta que conocí a Sophia Loren –guardo la revista Life del 16/09/1966 donde aparece en la tapa con lencería negra—y la observé por enésima vez en “Matrimonio a la italiana” y me casé cazado al celuloide.

Mi perdición fueron las italianas. Silvana Mangano, Silvana Pampanini, Gina Lollobrigida, Monica Vitti, Laura Antonelli, Stefania Sandrelli, Agostina Belli, Ornella Muti, Monica Bellucci y ya no sigo. Las miraba, las revisaba y las repasaba. Las escenas de sexo duro me perseguían, el erotismo fue mi nepotismo, todas eran hermanas de mi mano derecha. Mo sé si me dejo entender. Por ello, el telón del cine fue siempre mi talón de Aquiles. Yo en ese entonces, Ulises sin perro de la RCA Victor que me ladre y huérfano de James Joyce, regresaba casi siempre a Itaca todas las tardes y a oscuras como un Homero hecho de sólo tacto. ¡Ah Itaca! la isla Itaca –bueno a los 13 años uno sospecha que no sólo le falta bigotes sino algo más contundente– aquel peñón en matinée –. Ya han asegurado cientos de cínicos que la hora ideal para el sétimo arte es como en los toros, la tercera hora PM. Mi Itaca en realidad quedaba en medio de ese mar Jónico lejano de mi Surquillo natal. Mi Itaca era la cazuela del cine Orrantia, frente al primer by pass que se construyó en Lima, obra del dictador Odría y ahí están ahora las fotos pegadas en el puente Villarán para que los blanquitos no se anden quejando de los dictadores.

Entonces uno tenía la modernidad urbanística en la espalda y después, la postmodernidad cinematográfica tatuada en el pecho que era antes. En el medio siempre estaba el telón. Y los telones del cine Orrantia, imaginaba yo, casi como un intolerante D.W. Griffith ante su Babilonia de celuloide del pobre, los telones decía, siempre me parecieron las sábanas de las estrellas. Y en el Orrantia, uno no subía el telón sino, bajaba las sábanas. Y en medio de aquel lindo capullo de alelí, aparecían ellas, las estrellas de mi cazuela, que en todo caso es la madre de todas las sopas. Uno en cazuela, entre los caldos de aquella unipersonal olla de teflón, se cosía a fuego lento, casi en baño e’ María, desnudo ante las diosas, solo como el primer astronauta aborigen frente a la noche espacial y especial. Y si mal no recuerdo, me hice docto en el sabor mítico antes que en el filosófico como es mucho antes el mito que el pecado. Ya lo dije, en aquel tiempo mi visión del cine era manual. Ducho sobre esas olas nocturnas como un bronceado tablista en el sueño húmedo en una tarde de verano.

No existía en aquel tiempo el pecado de la carne encarnado por la Isabel Sarli, ni la Libertad Leblanc, ni Ana Luisa Peluffo, ni Ana Bertha Lepe, ni Sonia Furió, ni Lorena Velásquez. Mucho menos existía Michelle Pfeiffer, ni Kim Basinger, ni Sandra Bullock. Jamás iba imaginar que luego llegarían Sharon Stone, Demmi More, Jessica Lange, Genna Davis, Wynona Ryder, Uma Turman, Jane March, Naomi Watts ni la cuarentona María Bello y mi favorita actual, la Scarlett Johansson que nació en Manhattan a unas cuadras de donde Woody Allen se masturbó atrapando con la izquierda el fotograma de “De aquí a la eternidad” con la despachada Deborah Kerr revolcándose en la playa con el aventajado Burt Lancaster.

Y aunque tiempo luego me hice íntimo de Ornella Mutti haciendo mutis, no obstante, aquella tarde que conocí a Raquel Welch, comprendí cual era la verdad verdadera de la escuela de la filosofía de la pelvis de la que tanto hablara el maestro José Ortega y Gasset en su texto Del antiguo amor a la sabiduría no corrompida. Y entendí también que la retórica del colchón y la erótica del catre –ver el westers “Los 100 rifles”, donde Jim Brown, negro él, poseía a la boliviana Raquel Welch, a la manera Siux, es decir, flechada literalmente por el falo vengador del KKK–, la erótica del catre, decía finalmente, estaba simbolizado semióticamente hablando, en el mismo cuerpo mas no en el alma de mi Raquel Welch. El escritor nueyorkino Gore Vidal también la amaba aunque debo aclarar que él es homosexual. Yo no, hasta la fecha.

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