Alberto Fuguet nos narra la historia de un inmigrante chileno Alejandro Tazo (Pablo Cerda) que viaja a los EE.UU por una fiebre de amor, un supuesto romance que lo llevaría a vivir una aventura llena de limitaciones, entre el dinero y el idioma Alejandro transita perdido, intentado encontrar la oportunidad de mejorar su estadía en Nashville.
Una historia de uno y de miles que han experimento la marginación estadounidense hacia la sociedad sudamericana. Lamentablemente la película tropieza con el pasar de los minutos. La carencia de una dirección de fotografía, la falta de entrega en la interpretación de los personajes, una cámara adormecida que deambula sin convencer. A esto se suma los vacíos y silencios que expresan la falta de comunicación que en vez de ayudar terminan fracturando el lenguaje.
La música se inserta como un salvavidas al mar, para ayudar a entender que ni con Jonnhy Cash podrás sobrevivir a la distancia. Entre hoteles y bares nace el romance con la música, con la ciudad, con la maldita idea que no volver. Como un perro rabioso Alejandro muerde los corazones de borrachos, de putas, de la bohemia de una ciudad del infierno. Una guitarra fue el arma que ayudó a construir una nueva historia, la música convertida en el lenguaje universal rescata a Alejandro de las noches solitarias, recordándole que también sabe sonreír.
La simpleza de la vida es lo rescatable en este nuevo filme de Fuguet, donde intenta retratar experiencias que son de aquí y de allá, pero que no alcanza para concretar una verdadera historia. Lejos está de las películas como “En América” de Jim Sheridan y “Lost in Translation” de Sofía Coppola.
Un filme austero, un híbrido que sigue perdido. Tercer largometraje del director chileno Alberto Fuguet que aterriza en el festival de Lima, pero que no despierta nada nuevo.