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Cine: «Maudie, una vida en colores», por Angello Alcázar

Walsh acertó al elaborar una historia de amor que no esconde los trapos sucios ni fuerza los finales felices.

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Aunque su nombre no sea tan reconocible como los de pintores canadienses de la talla de Lawren Harris, Guido Molinari o Emily Carr, Maud Lewis (1903-1970) es considerada una de las artistas plásticas más entrañables de su país. En el 2017 se estrenó Maudie, un largometraje dirigido por la irlandesa Aisling Walsh que recrea su accidentada y singular biografía, y que ha cosechado importantes premios, incluyendo siete Canadian Screen Awards. Para nuestra suerte, la cinta ahora se encuentra disponible en Netflix.

Nacida en el seno de una familia humilde de Nueva Escocia, Maud conoció el dolor desde la cuna. Y no, no me refiero a las penurias económicas —que de seguro fueron muchas—, sino a una serie de problemas articulares que desembocaron en una terrible enfermedad llamada artritis reumatoide. A partir de su adolescencia, sus brazos y piernas se empezaron a deformar al extremo de que parecían ramas a punto de quebrarse. Y, sin embargo, la fragilidad física de Maud (agravada en buena parte por los pesares que le infligieron sus seres queridos) se vio opacada por la resiliencia que desplegó a lo largo de sus 67 años.

Desde que su madre le enseñó a pintar estampas de Navidad, afloró en ella la pasión por el arte folclórico. Colmadas de colores vistosos, sus obras casi siempre muestran escenas típicas de la región en la que vivió, como niños esquiando o cabañitas regadas entre lagos y bosques. Ya casada y sumida en la pobreza, Maud empezó a vender sus tarjetas y se fue labrando un nombre en el medio artístico. (De hecho, el mismísimo Richard Nixon compró un par de sus pinturas a inicios de los setenta). Hoy la Galería de arte de Nueva Escocia en Halifax alberga la casita de una pieza en la que vivió hasta su muerte. Tal y como se ve en la película, Maud rellenó casi todas las superficies que encontró con sus pinturas, de modo que su hogar parece haber salido de un cuento de hadas.

Junto a la gestación de su arte, la relación de Maud con su esposo Everett Lewis —a quien da vida un huraño Ethan Hawke— vertebra la trama, e incluso se diría que adquiere mayor relieve. Everett es un vendedor de pescado bastante malhumorado que contrata a Maud para que le ayude con las labores domésticas. Sin duda, el abuso psicológico y físico de Everett hacia su esposa, especialmente en la etapa inicial de su relación, es uno de los elementos más palmarios del filme de Walsh. Por ejemplo, poco después de la llegada de Maud, él le aclara que está por debajo de los perros y las gallinas en la jerarquía del hogar. A ratos, uno no puede evitar preguntarse si a lo mejor Walsh optó por exacerbar ciertos rasgos de Everett, en pos de un dramatismo tan persuasivo como sobrecogedor.  

La verdadera Maudie fotografiada en su casa de Marshalltown, Nueva Escocia, Canadá.

La crítica de The Guardian Wendy Ide reclama que hay una suerte de “abuso romantizado” que representa a Everett como víctima en lugar de victimario. En ese sentido, Ide señala que su caracterización choca con lo que llama “las sensibilidades contemporáneas” (es decir, lo políticamente correcto). Si bien no discrepo del todo, creo que Walsh acertó al elaborar una historia de amor que no esconde los trapos sucios ni fuerza los finales felices, como ocurre con más frecuencia de lo que se cree.

De otro lado, no cabe duda de que la contundencia de la interpretación de Sally Hawkins es la principal razón por la que el grueso de la crítica ha alabado la cinta. Las modulaciones de la voz, los movimientos siempre precisos y la manera extraña pero sincera de relacionarse con los demás le imprimen a la protagonista una complejidad inusitada y la hacen trascender el provincialismo en el que está inmersa. Una de las escenas más logradas es aquella en que Maud le explica a una vecina qué es lo que significa pintar para ella.

Quizá se pudo trabajar más el acompañamiento musical, el cual, aunque por momentos llega a conmover, tiene un papel fundamentalmente accesorio. En cambio, la escenografía nos traslada de inmediato a ese pintoresco y al mismo tiempo brutal paisaje que habitaron Maud y Everett. Pienso, sobre todo, en los crudos inviernos que pasaron juntos y de pronto los veo dentro de la cabaña: él prendiendo el fuego y ella pintando con las manos cada vez más torcidas, entre los dos tratando de darle algo de color al mundo.

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