A la una de la madrugada, en una calurosa noche de verano, mientras miles de almas laboran en la soledad de sus oficios -un discjockey escogiendo música en la radio, una empleada de limpieza lavando los pisos de un teatro, un linotipista ocupado en la edición matutina de un diario-, dos tipos de saco y corbata sujetan doblada en cuatro sobre su cama a una joven rubia que, en la intimidad de su departamento del Alto Manhattan, parece tener el pescuezo torcido. Para eliminar cualquier rezago de duda hunden su cuerpo inerte en la tina.
A la mañana siguiente la ciudad se levanta con un puñado de estudiantes abordando el subterráneo para ir a clases, un lechero dejando botellas de vidrio a la puerta de sus clientes, los carteros saliendo en sus camiones a repartir la correspondencia. Los asesinos, por su lado, enfrentan un conflicto privado. El más débil, en medio de su borrachera, comienza a dar signos de arrepentimiento. El más fuerte, enojado e impaciente, le parte la cabeza de un garrotazo y se deshace de él echándolo inconsciente a las sucias aguas de la bahía.
Cuando el ama de llaves descubre el cadáver, la película enseña cómo se activan las diferentes secciones y especialidades del sistema policial: la central telefónica, los peritos de huellas digitales, los técnicos del laboratorio, los médicos forenses, el escuadrón de detectives.
La pareja de oficiales a cargo del caso está conformada por el irlandés Barry Fitzgerald y el nativo de Pensilvania Don Taylor, ambos alguna vez compañeros en la pantalla de John Wayne (Taylor en “Infierno en las nubes” de 1951 y Fitzgerald en “El hombre quieto” de 1952). Es una combinación simpática de personalidades con características opuestas: Fitzgerald, un teniente sesentón, bajito de estatura, sin esposa conocida, pícaro y perspicaz, vistiendo terno oscuro y sombrero blanco; Taylor, un joven novato,ingenuo y serio, de traje más formal. Son presentados al inicio de la cinta como personajes anónimos en su entorno doméstico: Fitzgerald, despeinado, tras roncar a pierna suelta junto a la ventana abierta de su dormitorio para defenderse del espantoso calor, se prepara el desayuno con los tirantes colgándole sobre el pantalón; Taylor despierta con los llantos de su hijo recién nacido y se despide amorosamente de su esposa antes de partir hacia la comisaría.
El curso de la investigación sirve para recorrer la metrópoli de 8 millones de habitantes. Estampas de la vida cotidiana mostrando multitudes apretujadas en calles y autobuses,chicas soñando con vestidos caros frente a las vitrinas de las grandes tiendas, niños bañándose en las tomas de agua, obreros trabajando en la construcción de nuevos rascacielos, se mezclan con las visitas y los interrogatorios que los detectives realizan a los potenciales implicados y sospechosos, quienes en las primeras imágenes–inteligentemente- son expuestos divirtiéndose en clubes nocturnos y fiestas privadas, con la intención de fabricarles una coartada válida ante el espectador.
A diferencia de otros filmes basados en Nueva York, éste no se limita a resaltar los lugares emblemáticos de Manhattan sino que extiende su foco de atención a los otros 4 condados que conforman la urbe. Las clásicas figuras del imponente Empire State, el gigantesco cartel publicitario de Times Square y la majestuosa Estatua de la Libertad comparten protagonismo con zonas residenciales de Queens, la corte de justicia del Bronx, el Puente Williamsburg de Brooklyn y el transbordador de Staten Island.
Fotografiada en escenarios reales, prescindiendo adrede de la comodidad de los estudios (la deficiencia del audio lo confirma), “La ciudad desnuda” es un documental dramatizado (docu-drama) que inaugura una época y un estilo en el cine negro (el recurso había sido ya introducido a principios de los 40s en otros géneros).
La trama, en lugar de constituir la parte importante -un triángulo amoroso que deriva en despecho y acaba en homicidio-, es un pretexto para describir la intensidad, velocidad, diversidad y crueldad de la apabullante ciudad de Nueva York.
La terrible escena en la morgue, cuando los padres reconocen los restos de su hija, es poéticamente matizada con un magnífico plano panorámico del Puente Brooklyn. La inspiradora puesta de sol, al fondo,es utilizada como expresión de consuelo al dolor humano.
El autor del crimen, Ted di Corsia (recurrente carácter del cine negro por su natural apariencia de maleante),se pasea por su vecindario como un inocente ciudadano. Sale a conseguir alimentos y comprar el diario. Pasa desapercibido entre la muchedumbre. Hasta que unos adolescentes zambulléndose en el East River hallan accidentalmente otro cuerpo muerto flotando alrededor del muelle y la policía ata los cabos sueltos.
Hacia el final de los 96 minutos de metraje, se desata una violenta persecusión-con atropello de un ciego y escalada por la estructura de acero-, que ofrece otra espectacular y estremecedora vista del Puente Williamsburg cuya altísima zona peatonal es invadida por familias paseando y grupos de niños jugando, y sus niveles inferiores son densamente transitados por carros, camiones y trenes. El encuadre es tan amplio que a lo lejos se alcanzan a distinguir varios de los 9 principales puentes que atraviesan el río Hudson.
“La ciudad desnuda”, dirigida por un poco conocido Jules Dassin (artífice también de “Fuerza bruta” de 1947 con Burt Lancaster y el “Fantasma de Canterville” de 1944 con Charles Laughton) y musicalizada por el aclamado Miklos Rosza, retrata a Nueva York en una forma que, pese a los años y los cambios experimentados desde 1948, hace recordar a los actuales pobladores que en realidad sigue siendo la misma.