Dos hombres forcejean en la penumbra. El más alto pesca del cuello al otro y lo golpea en la cara. El de menor estatura se resiste y trata de escapar. No se reconoce quiénes son. Sólo sus sombras se reflejan en la pared. El cuerpo del agredido vuela contra una lámpara y cae al piso. La habitación queda a oscuras. Se escuchan ruidos agitados. El foco de luz es encendido. Aparece una figura en cuclillas. Apenas se ven sus piernas mientras sus manos rebuscan los bolsillos del caído. Se pone de pie, va donde alguien que está sentado en un sofá, lo levanta y lo saca a empellones del lugar. Cierra la puerta con violencia.
Pese a la infame traducción al español -“Encrucijada de odios” (“Crossfire” en el original)-, sonando más a telenovela mexicana de la vieja guardia, por fortuna la escena corresponde a una de las aperturas más fascinantes del cine negro. Dirigida en 1947 por Edward Dmytryk, constituye una soberbia adaptación del libro de Richard Brooks, “The brick foxhole”, entre cuyos tópicos destaca el prejuicio homofóbico en ciertos miembros de las fuerzas armadas. En esos años abordar un tema de tal naturaleza representaba un alto riesgo de aceptación para los estudios cinematográficos, por lo que los directivos de la RKO decidieron trasladar el énfasis hacia el odio racial; en este caso, el anti-semitismo. Dmytryk, sin embargo, se da maña para deslizar con maestría el principal conflicto.
El guionista John Paxton, experimentado en otras películas del género como “Historia de un detective” de 1944 y “Venganza” de 1945 (ambas con Dick Powell en el rol estelar), tiene la habilidad de colocar con precision, en labios de sus personajes, la explicación de la problemática. La víctima, por ejemplo, un recluta dado de baja por las heridas recibidas en la batalla de Okinawa, sostiene que terminada la guerra los seres humanos necesitan un motivo para seguir peleando, pero no saben contra qué. Entonces se fijan en sus diferencias. Allí encuentran el pretexto perfecto para desatar de nuevo su instinto depredador. Más adelante el detective redondea la idea contando lo acontecido a su abuelo que, de ser un simple inmigrante viviendo en los Estados Unidos, de pronto se convirtió en un “asqueroso ratón irlandés”, asaltado y eliminado por ser considerado peligroso debido a sus creencias religiosas. “Esto es parte de la historia que no se enseña en los colegios”, afirma.
Lanzada en simultáneo con la ganadora del Oscar “La barrera invisible” de Elia Kazan (Gregory Peck y John Garfield a la cabeza del elenco), la versión de Dmyrtyk presenta elementos más controversiales porque en el delito están involucrados soldados del ejército americano. Se suponía que los Estados Unidos habían peleado en Europa durante la segunda guerra mundial para proteger al mundo libre y salvar a los judíos del holocausto nazi. Aunque en el frente doméstico existía un sector –no despreciable- de la sociedad que los atacaba con la misma intensidad, valiéndose de métodos menos brutales, igualmente humillantes, que sus exterminadores. “Encrucijada de odios” revela con patética ironía cómo las barras y las estrellas simbolizan el paraíso de la discriminación, donde todas las minorías tienen su turno para sufrir los atentados de la mayoría.
El trío de protagonistas está compuesto por Robert Young (el famoso “Papá lo sabe todo” de la serie de televisión de los 50’, en el largometraje se la pasa fumando y limpiando su colección de pipas), Robert Mitchum (integrante de aquella magnífica generación de actores al lado de Kirk Douglas y Burt Lancaster) y Robert Ryan (injustamente relegado pese a su innegable talento). El primero encarna al investigador policial, el segundo es el soldado que protege a su amigo acusado de asesinato y el tercero es el verdadero autor del crimen.
Completan el reparto Sam Levene, conocido por su participación en “Forajidos” (1946), otra joya del film noir; la exquisita Gloria Grahame, de sólo 23 años de edad, quien con su cabellera rubia y aire sucio-inocente caracteriza a una promiscua dama de compañía en un bar de la ciudad, en clara oposición a su papel de asustada consorte de Humphrey Bogart en “En un lugar solitario” (1950); Jacqueline White, recordada por su dulce aporte en “Testigo incidental” (1952) con el carismático Charles McGraw, es la esposa del joven cabo implicado en el homicidio; y Paul Kelly, de fabulosa aparición como gangster en “Los violentos años veinte” (1939) junto a Jimmy Cagney, es el impreciso hombre de quien nunca se sabe si es el cónyuge, el amante, el proxeneta o el padre de Gloria Grahame en la trama.
Entre ellos descuella la estampa del extraordinario Robert Ryan. Su sonrisa sardónica, su expresión malévola, su actitud amenazadora brillan en cada plano que actúa. Siempre verosímil cada vez que luce alarmado, angustiado o desesperado, es guapo, cínico, atlético y aerodinámico. Y cuando pregunta, con relumbrante descaro, “¿Algo pasó?” o “¿Muerto?” al ser informado de los crímenes que él mismo cometió, provoca abrazarlo como a un hermano.
Sin duda mérito de Dmytryk quien, además de explotar las cualidades particulares de sus intérpretes, maneja los cuadros de manera excepcional, lo que se puede apreciar desde el inicio, con los créditos en pantalla, y la música de Roy Webb introduciendo de golpe al espectador en un clima de suspenso que lo atrapa de inmediato (en un modo muy similar al efecto creado en 1952 por Nicholas Ray en colaboración con Bernard Herrmann para “La casa en la sombra”, también con Robert Ryan).
A despecho de recibir por este trabajo una nominación a mejor director, Dymtryk muy poco después fue prohibido de rodar por su supuesta afiliación al Partido Comunista y otras organizaciones de izquierda, motivo por el cual cumplió varios meses de cárcel.
Como dato anecdótico, ante la exuberante presencia de Young, Mitchum y Ryan, las venenosas lenguas de Hollywood aseguraban que el agente de Robert Taylor –a la fecha marido de la maravillosa Barbara Stanwyck- debía ser uno de los peores de la industria al permitir que lo dejaran fuera de esta cinta donde aparecen 3 de los 4 más famosos Roberts de la época.