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Cine: Días sin huella

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Pocos personajes del cine despiertan en mí un sentimiento de hermandad tan intenso y sincero como el que encarna Ray Milland en “Días sin huella”. En este caso por doble motivo: el protagonista de la historia dirigida por Billy Wilder es un escritor alcohólico.

La escena que abre “The lost weekend” (en los créditos orginales), mostrando una botella de whiskey colgando fuera de la ventana en su departamento de Manhattan, da a entender que su vida pende de un hilo. Ha alcanzado 10 días sin probar una gota de licor y el síndrome de abstinencia empieza a quemarle las entrañas. Su hermano (Phillip Terry) y su novia (Jane Wyman) tratan de ayudarlo, cada uno a su modo. Él representa el amor duro e intransigente; cree en los métodos de recuperación por la fuerza. Ella es la típica codependiente que, en su angustia por proteger y salvar al ser querido, lo justifica y perdona todo el tiempo; sin cesar le huele el aliento para asegurarse de que no ha bebido.

Milland retrata magistralmente la personalidad obsesiva, compulsiva y egocéntrica del alcohólico crónico, describiendo con brillantez su desolador panorama interior. En su forma de mover los ojos, en su manera de caminar, en su cinismo al sonreír, en la distorsión de sus facciones, en la impostación de su voz, refleja con espectacular fidelidad el progresivo proceso de enajenación mental y degradación espiritual que acarrea su pérdida de control.

Cuando se ve impotente de mantener su hábito se convierte en una peligrosa fiera herida. Manipula al hermano y la novia para deshacerse de ellos, se aprovecha de la empleada de limpieza para apropiarse de su sueldo, engaña a los vecinos camuflando botellas de licor entre montañitas de manzanas dentro de una bolsa de papel, ofende y pide perdón deportivamente sin considerar las consecuencias, inventa un drama para evitar presentarse a sus futuros suegros.

Espoleado por el dueño del bar que le sirve los tragos (“Si eres escritor, ¡escribe!”, le dice) -y que Wilder utiliza astutamente para fungir como su conciencia (“No me molesta que tomes sino la forma en que lo haces”, le recrimina)-, decide trabajar en una novela. Teclea desenfrenado el título, el nombre del autor y la dedicatoria. Entonces se blanquea. Para salir del bache desarma la casa tratando de hallar las botellas que él mismo escondió horas antes. El espectador –en un toma fantástica que Wilder improvisa con la cámara en el piso- puede ver que una de ellas le saca la lengua desde la lámpara del techo. Cuando finalmente la descubre y la rescata, encaramándose en una silla colocada sobre una mesa, su ansiedad por beber es tan urgente que no puede esperar por un vaso o una copa y chupa el contenido directamente del envase.

Al agotar su reserva estratégica sale a conseguir más. Pero está quebrado. Entra a un restaurante y con sigilo bolsiquea a otro cliente. Lo sorprenden y lo echan como un perro a la calle. No le queda más remedio que sacrificar su máquina de escribir. Camina hacia la tienda de empeños abrazándola como si fuera a degollar a un amigo. Su frustración lo hace rodar por unas empinadas escaleras después de que Doris Dowling (su compañera de cantina, afanada en provocarlo con su andar sabroso) le presta unos billetes. Cae de cabeza y termina en un asilo para dementes. Contra sus propios vaticinios, experimenta su primer ataque de delirium tremens. Toca fondo.

Una escena cumbre permite apreciar el monumento de piernas que se maneja la Wyman recostada sobre la cama en uno de sus intentos por persuadirlo de consultar a un médico.

Los diálogos desarrollados por los guionistas (el escritor Charles Brackett y el propio Wilder), insertando algunas expresiones y varios términos utilizados por los grupos de 12 pasos, dejan entrever su conocimiento de la problemática. “Tomo por lo que soy, o mejor dicho, por lo que no soy”, “No soy un bebedor, soy un borracho”, “Una es demasiado y mil no son suficientes”, son un claro ejemplo de ello.

Entre los méritos de la película destaca el hecho de que fue la primera en Hollywood que abordó de manera directa y explícita el tema del alcoholismo. Curiosamente en los años 30’ ya otra cinta –“Locura canábica” o “Reefer madness”- había apuntado la amenaza que representaba para la juventud y la sociedad el consumo de marihuana. Años después, en 1952, “Vuelve, pequeña Sheba” con Burt Lancaster aborda otra vez el tema, pero desde la perspectiva de un doctor que asiste a las reuniones de Alcohólicos Anónimos en busca de apoyo.

“Días sin huella” es una película perfecta. La dirección de Billy Wilder es sensacional, exponiendo con inteligencia y cuidadoso respeto el terrible trastorno que azota a un hombre –un artista- dominado por su adicción al alcohol. La música de Miklos Rozsa –cuyas primeras tonadas remiten de inmediato a otra cortina de su autoría (“Cuéntame tu vida” de Hitchcock)- produce un insuperable efecto dramático. No en vano, además, los actores principales serían escogidos en la década siguiente por Hitchcock para estelarizar dos de sus producciones: “Pánico en la escena” (1950), la Wyman y “Con M de muerte” (1954), Ray Milland.

La actuación de este ultimo en “Días sin huella”, con ese toque de intolerancia en su voz y distinción en sus modos, es absolutamente prodigiosa. Su papel fue ofrecido en principio a Cary Grant y José Ferrer, pero ninguno de los dos pudo tomarlo debido a compromisos previos. Aunque el Oscar no siempre es la mejor medida para calificar la excelencia de un trabajo, en 1945 fue no sólo exacta y precisa sino justa al concedérselo por mejor actor del año.

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