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CHARLIE, UN HOMBRE CON PASADO

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TEXTO Y FOTOS: MARIO NAVARRO

Esta es la historia de un periodista norteamericano que llegó a Lima, durmió quince años en sus calles y se convirtió en el loco Charlie. Se decía que era adicto, que vendía drogas, y no faltó quien daba fe de que era en realidad un espía encubierto de la CIA.

Lima ya no es más el Jirón de la Unión donde se paseaba en terno los domingos, mucho menos el Palais Concert que ha dado paso a una tienda de RIPLEY. Lima es ahora una expresión múltiple de cultura y personajes, sus plazas se han convertido en ágoras donde se conversan sesudamente de política nacional y extraterrestres que llevan el mensaje de Alfa y Omega, Lima es el intenso tráfico acompañado de humo y el ruido de los cláxones, es una bandada de palomas que escapan de los gallinazos que vigilan el Centro Histórico. Lima es los parques con sus locos. Lima tuvo un loco que se llamó Charlie.

Leí alguna vez que los seres humanos no solamente estamos hechos de átomos, sino también de historias. Aquí les contaré una de ellas. Lo llamaban “Charlie” y se le veía deambulando por los arcos de la plaza San Martín mientras la llovizna limeña iba degradando lentamente su andar encorvado y su melena rasta al ritmo de una trajinada y cambiante ciudad.

Su rostro pintoresco me motivó a dejar constancia de su vagabunda presencia en un cuadro al óleo que, una vez terminado y colgado en mi taller -que se ubica en pleno Jirón de la Unión-, atrajo hacía mí un sinfín de situaciones, rumores y comentarios de personas del Centro de Lima que aseguraban conocer la vida callejera de “El Loco Charlie”.

Muchos confirmaban que recibía dinero del extranjero, que manejaba la Internet y que se reportaba a diario con alguien a través de teléfonos públicos; que era adicto o que vendía drogas, y no faltó quien daba fe de que era en realidad un espía encubierto de la CIA. Y así, de esta manera tan casual e involuntaria empecé a involucrarme con tremendo personaje urbano, poseedor de una cabellera arrancada de Sir Willian Wallace luego de varias batallas perdidas.

Nuestro encuentro sucedió una mañana de mayo de este año cuando caminaba por el Jirón Ocoña y vi a una multitud de curiosos que rodeaban a Charlie, quien sentado en la vereda donde dormía entre cartones y plásticos los últimos once años, se dejaba atender por una enfermera que le extendía una pastilla para la presión. La noche anterior le había dado un derrame que le paralizó parcialmente su brazo y pierna izquierda. La ambulancia del SAMU no podía llevarlo a un nosocomio ya que otra persona o familiar debía acompañarlo para ser ingresado y costear, mínimo, una tomografía, exámenes, las recetas etc., y para mi mala suerte mi billetera estaba hacía días vacía. Luego de una hora Charlie fue trasladado al hospital Loayza en olor a multitud y a la chacota de los cambistas de dólares de la zona, subido en una camioneta de la Comisaría de Alfonso Ugarte. El sol del mediodía hacía hervir ese 22 de Mayo.

CHARLIE SIENDO ATENDIDOS POR LOS MÉDICOS EN JR. OCOÑA.

Una semana después pude ir en busca de Charlie al centro de salud, pero como solamente tenía como nombre “Charlie” y unas cuantas fotos en el móvil nadie pudo darme razón pues exigían los datos completos del paciente. Mi única esperanza apareció con César, un vigilante de emergencia quien me confirmó haberlo visto el día que ingresó, y prometió dar con su paradero y avisarme de inmediato. Dos semanas después recibí su llamada confirmando que lo tenía ubicado en el pabellón 2. Al llegar, vi que nuestro herido de guerra más buscado estaba allí, sentado en la cama N°19 de ese pabellón, más limpio y con mejor semblante.

Charlie era en realidad Jerome Torres, ciudadano norteamericano natural de Nueva York. A insistencia suya llamé a la Clínica Angloamericana sin ninguna respuesta favorable, y llamé también a la Embajada de los Estados Unidos quienes tomaron nota del caso y prometieron responderme previos formalismos. Con algunos amigos nos hicimos cargo de Jerome, facilitándole inusuales requerimientos y antojos como cafés cargados, galletas de vainilla, kekes de naranja, chocolates Hershey´s, jarabes y pequeñas cosas que acostumbraba a consumir cuando vivía en los Estados Unidos.

CHARLIE EN EL HOSPITAL Y EN SU SALIDA RUMBO A LOS EE.UU.

Nos contó en un afónico castellano, que no tenía a sus padres vivos y que una tía paterna le enviaba mensualmente un dinero desde Nueva York. Nos dijo que vino como mochilero a Sudamérica en 2000, en un periplo que terminaría en Brasil, pero en la escala que hizo en Lima para Sao Paulo lo asaltaron. Le quitaron todo y no tuvo cómo regresar. Era periodista de profesión y, aunque pareciera increíble, su pasaporte lo tenía actualizado desde febrero del 2014.

El diagnóstico médico rezaba: “Desorden Cerebrovascular Isquémico”, una extraña variedad del Alzhéimer que apareció como producto de una lesión en la parte posterior del cerebro, Dios sabe cuándo. Por eso es que Charlie se desconectaba por momentos de la realidad y se perdía en un círculo de vacío. Se convertía en el hombre sin pasado. Esa sería entonces la razón de su indigencia, dejando por el piso la leyenda urbana de su adicción a las drogas, que quedó descartada cuando la asistenta social contaba –sorprendida- que durante las semanas de internado nunca sufrió de síndrome de abstinencia alguno. El gringo nunca pasó desapercibido en el hospital y se ganó el cariño de enfermeros, internos y familiares de pacientes por su singular apariencia, sus infantiles pedidos y sus gustos refinados.

Contra todo pronóstico la Embajada Norteamericana programó su viaje de retorno para la noche del 22 de Julio, y ese día, el ciudadano americano Jerome Torres volvía a su patria luego de quince años perdido de casualidad en el Perú, vestido con chaqueta y zapatillas nuevas, y aunque su popular melena quedó recortada, recuperó su pinta de actor de películas ochenteras. Dicen que en el avión no dejaba de sonreír como un niño de sesenta años, que por unos instantes recuperaba la memoria.

Aquella noche fuimos testigos de un milagro urbano, de esos que suceden de la mano y por intersección de un poder divino; esa noche roja y blanca le ganamos una batalla a la oscura y siempre fría calle, a ese laberinto sin salida en donde se refugian inhumanamente la soledad y el olvido. Y aunque en el Perú existen todavía muchos “Charlies”, mientras tengamos vida y compartamos un pedazo de nuestra humanidad se podrá rescatar sus historias y, en lo posible, ayudar a construirles un futuro con dignidad, o, como en este caso, recuperar su pasado, y su vida, interesándonos por sus historias. Nunca sabremos cuándo podremos tropezar con otro Charlie, víctima de la ausencia temporal de sus recuerdos.

(PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS NÚMERO 10)

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