Crecer en San Juan de Lurigancho ha sido una de las mejores cosas que me han pasado, fue la mejor forma de conocer y entender el Perú. También fue donde aprendí a sobrevivir y defenderme. A fines de los ochenta cuando el asfalto era solo ilusión, entre las calles polvorientas me encontraba con cientos de carteles coloridos, paredes tapizadas al guerrazo y filas de ladrillos que servían de paneles. Ahí leí por primera vez el nombre de Chacalón.
Poco a poco la avenida Los Postes se iba poblando de comercio y el nombre de Chacalón invadió el distrito hasta llegar a las radios de los mercados. Fue una campaña tremenda para la época. La chicha comenzó a apoderarse de las fiestas, botella en mano la gente bailaba y algunos lloraban despacito, agachando la cabeza, tratando de esconder ese sufrimiento que les rebalsaba en los ojos.
Las letras de Chacalón siempre hablaron de ese provinciano que llegó a Lima para luchar y salir adelante, también habla del amor, del abandono, de la esperanza, la infidelidad y toda esa metafísica de sentimientos que joden el alma del ser humano. Chacalón era desentonado, regordete, con pinta de salsero perdido pero inyectaba sentimiento. Tengo grabado como si fuera ayer, la imagen de unos albañiles bailando con su música después de llenar un techo, mientras los platos de arroz con pollo pasaban de mano en mano. Cada pasito era con estilo, todos cortitos, moviendo los brazos y apuntando con los dedos índices, todo era gozadera.
Era un niño en los ochenta y no frecuentaba las fiestas chichas ni los círculos de fanáticos de Chacalón, pero era un observador de toda esta cultura popular que crecía como un tsunami de colores. En mi casa existió primero una cantina en los ochenta y un bar en los noventa. La cantina fue de mi tío José, ahí llegaba el cañazo y la cerveza en grandes cantidades. La cantina era pequeña, el aserrín era la alfombra del piso de tierra, un par de mesas donde los comensales jugaban cachito o tiraban las cartas, además de calmar la sed con el mejor aguardiente de un tal señor Baca, que abastecía todas las semanas infaltablemente.
Esa cantina fue mi primer acercamiento a los boleros, al huayno y a algunas canciones de Chacalón. Los comensales eran todos obreros decentes, súper tranquilos, que se daban su vueltita por las tardes y los fines de semana desde muy temprano. Así descubrí que Chacalón se iba convirtiendo en todo un ídolo, una estrella de los barrios populares, un faraón de los marginados.
Ahora que lo pienso, con mi padre nunca hablé de esto, jamás conversamos de Chacalón ni de su música. Él era más de rock, salsa, boleros y huayno. Fue tremendo bailarín a pesar que tenía un semblante muy serio e intimidante. Mi padre siempre trabajó fuera de Lima, en mi infancia su presencia en casa era cada quince días o una vez al mes. Su trabajo como administrador de empresas mineras siempre lo tuvo lejos de la familia. Fue justo a fines de los ochenta cuando el terrorismo estaba gobernando en la sierra, y de esos terroristas recibió amenazas de muerte y tuvo que dejarlo todo. Así regresó a Lima, y luego de probar diferente trabajos decidió poner un bar en mi casa a finales de los noventa.
Como todo bar tenía que poner todo tipo de música, pero renegaba cuando le pedían chicha. Así el bar Zodiaco se hizo conocido, porque si le pedías música y solo te tomabas un par de cervezas, te apagaba la música hasta que le compres más. Él, como algunas otras personas relacionaba la música chicha con maleantes, gente achorada y pleitista. Tenía sus prejuicios, pero era bueno el viejo. Nunca faltaba algunos chistosos que tomaban y no querían pagar, yo salía desde la sala con toda la rabia del mundo y pagaban o dejaban sus prendas.
Teniendo el bar en casa se puede decir que he podido escuchar toda la colección de música chicha y grupos de cumbia que han existido en el Perú, porque aparte de la selección de música de mi padre, había gente que traía sus propios discos, sus propias penas. Así crecí en medio de melodías de la rica chicha, escuchando a Chacalón mañana, tarde y noche.
Chacalón después de haber sido rechazado en las altas clases sociales, en la actualidad es aceptado de la clase A hasta la Z. Habiendo pasado 23 años de su muerte, en la actualidad hay gente que todavía cree que está vivo, y lo baila en los kinos, matrimonios, polladas, cumpleaños y hasta en los raves. Lorenzo Palacios Quispe, se ha inmortalizado como solo los grandes saben hacerlo, ganándose el cariño del pueblo.