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Ceviche en bolsa y sopa en botellón: el gran drama nacional

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Mientras las estadísticas oficiales anuncian 45,928 personas infectadas de COVID-19 y 1286 muertos al día de hoy, un gran sector de la prensa se ha volcado a poner sobre el tapete el gran drama del Perú actual (que es Lima, como siempre): ¿quién llevará la comida que prepararán los restaurantes a partir del 11 de mayo? ¿Cómo llegará el ceviche fresquito a las mesas nacionales, el pollo a la brasa sin las papas remojadas o el lomo saltado recocido por el calor del tecnopor? ¿Cómo será el tratamiento que se le dará al chicharrón de calamar o al arroz a la cubana? ¿Cómo sobrevivirá la cocina de autor en un país que se muere de desesperación por salir a devorar lo que durante más de 50 días no pudo?

Cuando la pandemia provocada por el Coronavirus era una lejana realidad y se cobraba cientos de miles de muertos en Europa y Asia, en el Perú se desarrollaba con total normalidad una nueva forma de explotación laboral: los servicios de delivery. Miles de jóvenes (y no tan jóvenes) se volcaron a esta nueva actividad proveídos de motos y bicicletas para llevar a tu casa lo que te provocaba comer o beber un día cualquiera, por S/5 soles de transporte (que incluía la gasolina). Sin seguro médico, sin CTS, sin estar en planilla, sin beneficios laborales, este nuevo ejército de sub empleados se ganaba el pan diario exponiendo sus vidas a asaltos, accidentes de tránsito, cobros miserables de parte de los empleadores por pertenecer a una marca gastronómica o siendo abandonados cuando la tragedia les caía encima en el ejercicio del deber (por llamarlo de alguna manera).

La propuesta del gobierno para el reinicio de las actividades económicas incluye en el sector comidas al servicio de entrega por delivery o el recojo en tienda: no se puede sentar uno a comer en los restaurantes. Pero para ello deben formalizar a los trabajadores encargados de dicho reparto. Es decir: que cada restaurante debe contar con un equipo propio de entrega y este equipo debe formar parte de la planilla de trabajadores de dicha empresa. Pero claro, eso implica que el empleador haga lo que durante décadas no ha hecho: formalizarse totalmente y tratar al trabajador como tal. No es noticia el hecho de los descuentos inmorales a las propinas que dejaban los comensales, del descuento por los uniformes de trabajo, de los despidos arbitrarios sin beneficios sociales ni económicos, de los horarios salvajes que se les imponían, como tampoco de la explotación de la mano de obra venezolana que encontró en este rubro una forma de ganarse la vida, a pesar de todo. Pero todo eso se acabó ahora con esta nueva disposición del gobierno. Es además la oportunidad para formalizar a un sector inmenso de trabajadores.

El día de ayer un dominical matutino entrevistó a propietarios de restaurantes y a una periodista gastronómica que defendieron el inicio de las actividades económicas para este rubro pero negándose a formalizar a sus repartidores. “Como sucede en otros países”, dicen, basta con el aplicativo y listo, tenemos gente que puede salir a repartir la comida y ya. Solo hay que exigirles (no brindarles) el uso de mascarillas, guantes y alcohol, respetar los protocolos que se desarrollarán y listo el pollo: a comerrrrrr. No parece haber diferencia entre comida criolla y la criollada entonces. Quieren retomar sus actividades pero sin entender que a partir de ahora todo será diferente, que el mundo ha cambiado, que nosotros también tenemos que cambiar. Defender el sistema de delivery por aplicativo es defender un sistema perverso de explotación laboral donde los repartidores se revientan la espalda durante más de 12 horas al día para poder cumplir con sus gastos mensuales. Pero nada de esto importa cuando tu barriguita se desespera por esos makis acevichados que son el delirio del mediodía o el after office.

Por la noche, Sol Carreño, en Cuarto Poder, le increpa a la ministra de la Producción que no hay que preocuparse por las condiciones laborales de los repartidores de comida, que esto no es una crisis laboral, sino una crisis sanitaria. La ministra sonríe. Le responde que quieren aprovechar el momento para de una vez solucionar este gran problema. Carreño insiste en que es una crisis sanitaria, no laboral. La ministra vuelve a sonreír.

Y mientras se cocinan ideas para comer rico, en Iquitos se realiza una colecta pública organizada por un sacerdote para poder poner una planta de oxígeno y así salvar miles de vidas. En Lambayeque, las autoridades locales irrumpen en una conferencia de prensa que da el ministro de salud para gritarle que es una burla que lleven 500 pruebas rápidas a una ciudad con más de 4 mil infectados. En Huancavelica esperan a los que aún no llegan, caminando desde Lima, para decirles que no los pueden recibir. En la policía nacional se destapan nuevos casos de escandalosa corrupción por sobrecostos (robar en tiempos de pandemia debería considerarse traición a la patria). Y en todo el Perú los médicos reclaman, muchos de ellos entre lágrimas, equipos de seguridad porque no pueden con tanta muerte y tanto dolor de quienes reciben cenizas de sus muertos sin un adiós.

Escribió alguna vez en gran Juan Gonzalo Rose: Para comerse un hombre en el Perú / hay que sacarle antes las espinas, / las vísceras heridas, / los residuos de llanto y de tabaco. / Purificarlo a fuego lento, / cortarlo a pedacitos / y servirlo en la mesa con los ojos cerrados, / mientras se va pensando / que nuestro buen gobierno nos protege.

Y después dicen que los poetas exageran.

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