Por Raúl Villavicencio
El suministro eléctrico, de manera repentina, se fue hace unos días por donde vivo. Todos imaginaban que su ausencia solo demoraría unos cuantos minutos o tal vez una o dos horas a lo mucho. Como siempre, las personas buscaron alguna manera de distraerse y empezaron a manipular sus dispositivos celulares y tablets, deslizando el dedo en alguna aplicación, o los más pequeños sumergiéndose en una vida ficticia compuesta de imágenes comprimidas y retos absurdos como aquel de espiar la rutina de otras personas.
Las horas fueron transcurriendo y las baterías de esos pequeños aparatos de plástico se fueron extinguiendo, transformando las caras de los niños a gestos de preocupación y aburrimiento, ya que sus aún no desarrolladas mentes no toleraban el hecho de no hacer otra cosa que pegar su rostro a una pantalla de luz azul.
Muecas, miradas de desaprobación, fastidio, la ausencia de los amperios permanecía en los hogares. Grandes y chicos cayeron en el letargo que les provocaba vivir de verdad.
Opté por salir a caminar por la tarde y despejar la mente un rato, percibiendo el sonido del viento y de personas conversando, sí, charlando, esa vieja costumbre que hacen las personas cuando buscan socializar y contarse cosas frente a frente, sin la necesidad de figuras que suplantan una sonrisa inexistente. A unos metros de ahí, unos niños empezaron nuevamente a liberar su mente, realizando ese antiquísimo ritual del juego. La noche pasó a oscuras y estos y aquellos se fueron deshaciendo de las ataduras que les provocaba ese apéndice hecho en Taiwán o China.
El día siguiente transcurrió con relativa tranquilidad. Una niña decepcionada que su moderna tablet no funcionaba sin electricidad alzó la mirada para buscar un librito; era un cuento. Lo tomó con cautela, indecisa aún si era buena idea abrirlo. Se sentó en un rincón de su sala y comenzó a leerlo. Increíblemente no recibió voces que le repitan una tendencia o el deber de consumirse, a su corta edad, en un juego creado exclusivamente para acaparar completamente su atención. Era, la pequeña de ojos color café, una invitada más a la fantasía que puede ofrecer una hoja de papel escrita por algún autor del siglo pasado.
Al rato volvió la luz y todos se volvieron a tapar los ojos.
(Columna publicada en Diario Uno)