Opinión

“Castillo y dos escenas del final”, por Umberto Jara

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Existen escenas que retratan, de manera precisa, un instante de la Historia. Resumen en un relámpago conceptos esenciales sin necesidad de palabras. Por sí solas nos dicen que está ocurriendo aquello que llamamos un acto de justicia, el triunfo de la ley. Dos instantes así de maravillosos ocurrieron hoy 7 de diciembre de 2022.

Una fotografía muestra sentados en una mesa a dos delincuentes, Pedro Castillo Terrones y Aníbal Torres Vásquez. Frente a ellos está la Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, junto a miembros de su equipo. Están firmando el acta final de detención dos sujetos que desde lo más alto del poder insultaron y amenazaron a una mujer valiente que comandó un equipo que nunca cedió a las amenazas, a los ataques, a las obstrucciones.

Otra fotografía muestra al coronel Harvey Colchado de pie y detrás de él aparecen hundidos los dos sujetos, Castillo y Torres, que usaron todas las armas posibles y no pudieron doblegar a ese inteligente y tenaz policía que con su valiente equipo supo desarticular la organización criminal que tuvo la osadía de ocupar el gobierno de un país.

Existe un extraordinario libro de Stefan Zweig. Se titula “Momentos estelares de la humanidad”. El magnífico escritor sostiene que en la Historia existen momentos en los cuales “una decisión destinada a persistir a lo largo del tiempo se comprime en una única fecha, en una única hora y a menudo en un solo minuto”. Son los instantes decisivos, determinantes; para bien o para mal.

Eso fue lo que ocurrió a las 11:59 de este 7 de diciembre cuando un aturdido Pedro Castillo anunció su decisión fatal: ungirse como dictador. Ese fue el instante que cambió la historia. Desde hacía meses la gente se preguntaba en calles y plazas cuándo y cómo podría terminar un gobierno delictivo que arrasó con las leyes, con las formas básicas de gobierno, con el orden mínimo para vivir en sociedad.

En un país con un Congreso con conductas similares al gobernante, con un sector de empresarios mercantilistas y con ausencia de periodismo real, Pedro Castillo y su banda campeaban a sus anchas con el apoyo de tantos a cambio de beneficios. Por eso se instaló en el país, la pregunta cargada de desesperanza ¿Hasta cuándo?

Era cuestión de tiempo y paciencia pero, mientras tanto, la horda de bárbaros destruía el país. Sin embargo, en medio de la barbarie había un factor que tenía que conducir a un desenlace: la inmensa ineptitud, el enorme cinismo y la arrogante estupidez de Pedro Castillo y su entorno.

Que no pretendan aplausos ni el Congreso, ni los políticos, ni los militares, ni los opinantes y tampoco un amplio sector del periodismo. Ninguno de ellos iba a sacar a Castillo por la sencilla razón de que no querían que se vaya.
La única opción de un final de gobierno era, paradójicamente, el propio Castillo y su gentuza Aníbal Torres, Betsy Chávez, Chero, Salas, Sánchez, Shimabukuru y una larga lista. No había en ellos una gota de inteligencia, de criterio, de reflexión. Eran, todos ellos, un sólido producto bruto interno; felizmente. Así las cosas, tenía que llegar el momento en que cometieran un error garrafal.

Habían empezado a aparecer las acusaciones entre ellos. Carentes de códigos y lealtades, empezaron a mostrar sus miserias. Primero los robos de 10 o 20 mil soles, los autos, las fiestas, la casa de los negociados. Después fueron apareciendo las cifras mayores, las contrataciones con cupos, las extorsiones entre ellos. En los últimos días ya andaban desesperados y la noche anterior a la caída llegaron a acusaciones de burdel en horario estelar televisivo. El asco que permitimos durante un año y medio. Tampoco nos consideremos todos inocentes.

Hasta que llegó el error fatal, el que tenía que arribar. La droga del poder ayuda. Es la droga más letal. Si le quita raciocinio a los inteligentes cómo no iba a nublar a un sujeto cuyo mayor enigma era descubrir si un pollito estaba vivo o muerto. Salió a anunciar que se convertía en dictador y que reformaba todo un país sin saber cómo ni por qué y siendo, sobre todo, un mentiroso compulsivo. No supo darse cuenta de que nadie iba a creerle. Peor, no entendió que estaba solo y que lo abandonarían como corresponde entre delincuentes de baja estofa.

Pero volvamos a las fotografías porque allí aparecen quiénes sí tienen derecho al mérito. La Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, y su equipo de fiscales; el coronel Harvey Colchado y sus policías de la DIVIAC. Son los peruanos que hicieron posible la caída de Pedro Castillo y su infame turba. Fueron las únicas autoridades, en un país enfermo, que mantuvieron la decencia, la ética y el respeto a sus profesiones y al país. Su trabajo tenaz y abnegado, a pesar de la falta de recursos, logró acorralar a Castillo y ya se sabe que todo aquel que termina acorralado comete errores y el error mayor, grueso, torpe llegó a las 11:59 de este 7 de diciembre.

Benavides y sus fiscales y Colchado y sus policías, hicieron algo que todos deberíamos hacer, algo que sencillamente se llama cumplir con sus funciones, cumplir con sus deberes. Lo hicieron. Y allí están merecedores de respeto y dueños de auténtica dignidad. Hicieron posible que el país, nuestra casa, no se siga destruyendo más.

No celebren ni se lancen a las cámaras, a los micrófonos o al teclado, todos los que dieron vergüenza en estos dos últimos años de oprobio (17 meses de gobierno y el saldo en campaña electoral). Son demasiados los que tuvieron oscuras motivaciones en un país que da vergüenza porque, aquí, en esta hermosa tierra del sol, se prefiere elegir la quincena antes que la Historia.

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