Por Carlos Rivera
La escritora moqueguana Yajahira Castellanos pudo hacer suyas estas palabras de la poeta chilena Teresa Wilms Montt: “Traigo a tus pies la suave ofrenda de mi libro, que deposito en ellos, como el más sutil perfume de mi inspiración». No pretendo construir vasos comunicantes entre estas dos autoras por un anhelo utilitarista sino porque ambas voces coinciden en una brutal expresión literaria hecha con atrevimiento en sus formas y amalgamando los misterios del dolor y la incertidumbre de la vida a un horizonte de lenguaje donde brillan las palabras y lo sonidos repiquetean como pajarillos sobre los lectores. Ser disruptivo en la literatura no es el capricho de una repentina vanidad, sino que obedece a construir una historia desde los cimientos de una compleja elaboración literaria. Atrevimiento puro y duro.
No concibo la categorización de literatura femenina en contraposición a la hecha por los hombres. Ni creo que las obras de poetas o novelistas (y cualquier expresión artística, académica o científica) deba ser valorada por el género del creador (o creadora) y soslayar sus valores estéticos en pos de un acomodamiento a un discurso tan en boga en estos tiempos de cobardías. Disculpo a los barulleros que vieron en esta obra literaria otros mensajes subalternos. No valoramos la escritura de Susan Sontag por ser mujer o por su opción sexual sino por el brillo e inteligencia de sus palabras. Ni tampoco a Beatriz Sarlo por ser mujer sino por sus poderosos argumentos que salen de su cerebro. O las bellas crónicas de Leila Guerrero, Alma Guillermo Prieto, las quebradas historias de Rosa Montero, los melancólicos versos de Blanca Varela, los gritos de piel de María Emilia Cornejo o los versos oprimidos de Magda Portal, Clorinda Matto de Turner. Ellas producen alta literatura y es mérito de ellas la elevación que alcanzaron con el lenguaje. Desde luego que esto no nos exime de reconocer la violencia contra la mujer históricamente y su exclusión de los círculos creativos, políticos o científicos relegándolas a meras sirvientas o parte un decorado sin voz, sin voto y apolillada sin explorar las dimensiones de su mente y las libertades de su cuerpo. La mujer hoy en día participa en todos los campos de la vida humana y desafía el estatus qou, las tradiciones y hasta los discursos de vanguardia. Pretender una igualdad totalitaria le hace daño a la magia de sus instintos, al vigor de sus infinitas ganas de devorarse el mundo y sus circunstancias. Libres para siempre. Ya no tienen una obligación con la cordura.
Yajahira Castellanos ha escrito su primera novela Las malditas ganas de estar triste (Editorial Boluarte,2024) y viene cumpliendo las expectativas de sus lectores fervorosos que abren sus hojas y ven esta muralla de palabras que trasmite la novela un arrebato de complicidad y sobre todo una revelación intimista y cambiante que desafía los tradicionales formatos de la novela.
Dice Jorge Luis Borges: “…toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él». Es una novela corta poseedora de una fuerza sentimental abrazadora, refulgente en su registro verbal y su estética intimista. En tiempos de autoficción o de lacrimógenos textos que intentan recrear la vida (familiar o social), pero adolecen de verosimilitud o en su defecto elevan montañas de paparruchadas cursis donde los autores se debaten en intonsas explicaciones de la génesis de sus historias. Yajahira se atreve a desdoblarse, escarbar en sus turbaciones, tragedias, hundirse en los infiernos de su memoria y disponer sus recuerdos solventemente (arte narrativo, polifonías, lenguaje efectivo) trazadas con un cuidadoso lápiz ficcional donde la verdad es solo un pretexto para alcanzar la plenitud de la escritura. El resultado: 130 páginas de una buena literatura.
La novela explora los vericuetos de Viviana. Un –posible- alter ego de la escritora. Un personaje inconforme que apunta con un arma a su siquiatra y le pide cuentas no precisamente por el historial de su terapia sino para que simplemente tenga las ganas de escucharla sin murmuraciones.
Desde esas primeras hojas se nos revela una prosa palpitante y con alta dosis de poesía:
“Solo fuimos tus ojos neuróticos y tu risa psicópata”.
Luego de este preámbulo la protagonista se nos revela:
“Viviana no era anarquista, en verdad, hasta Bakunin le caía mal, a fin de cuentas, los filósofos están locos y son muy complicados, o lo complican todo y absolutamente todos los políticos son unos mentirosos hipócritas doble moral, claro, como la mayoría de la gente, pero con un puesto notable en la sociedad”.
Va avanzando con una voz plural, plástica, retorcida, enamoradiza, quebrada e intenta clarificar su conciencia:
“…Viviana logra distinguir los primeros rayos de sol. Había esperado este día con muchas ansias. Negro anuncia con sus maullidos que es hora de levantarse para observar juntos el amanecer y preparar la mente para un nuevo día sin él. Para una nueva vida sin nadie”.
La novela está hecha con retazos de géneros. Tiene de diario personal, crónica, relato, poesía, novela negra, un poquito de ensayo y hasta un sutil juego con lo pastiche. Escrita con una dosis de arrebato feminista que reviste la historia de un discurso político pero que no trastoca el ánimo puramente artístico ni cae en el burdo panfleto de naderías que la moda progresista celebra antes que marcar las verdaderas cualidades de una obra como tal. Claro que Viviana es un ser político, una mujer con una postura (un discurso) ante la vida y sus circunstancias. Si bien la voz del personaje y sus experiencias dictaminan una cronología juvenil, pero ella es un mundo atravesada con el dolor de la experiencia, de ver contra si misma los cataclismos colectivos e individuales alrededor de sus recónditos infortunios (sentimentales y existenciales) que debe enfrentar cara a cara. Por eso escribe:
“Duele, Antonio… dueles demasiado. Dueles tanto que podría vender mi alma al diablo para olvidad que te conocí, que me enamoré de ti como demente, como una maldita demente. Es necesario esto, tengo que dejarte, botarte, expectorarte, desaparecerte de mí”.
La filosofía, la psicología, la política, el sexo, el amor, la muerte, son elementos de composición que usa la autora para revestir la arquitectura de su obra con una porción de pesimismo propios de un mundo sin humanismo de un ser que enfrenta el desgarro de su lacerante vida amorosa, las torturas de la insatisfacción contra todo. Incluso contra la tradición familiar, la plenitud amorosa, el confort social, la desdicha de su propio destino y sin una pizca de miedo incendia hasta lo sagrado:
“¿Su dios? No existe para mí, es solo un grito desesperado en las calles, pero muy silenciosos. Más allá de que es real o no, quien existe y quien no, preferiría mil veces cortarme las piernas antes de arrodillarme ante su dios”.
Entonces Viviana no es un solo ser. Es un maremágnum de muchos moldes, de licencias de voces, sexos, psicologías tratando de encontrar razones a su destino. Como decía Schopenhauer “La vida es una cosa miserable y yo me he propuesto dedicar la mía a reflexionar sobre ello”. Viviana lo hace contando lo único que tiene entre manos: el testimonio monstruoso de su dolor. Su destino es la muerte persiguiéndola a pesar de todas las personalidades que habitan en su alma:
“Viviana, escúchame a mí, sabes que soy real, sabes que te acompañaré siempre, no te librarás de mí, soy tu única esperanza. Soy la muerte en tu cabeza, y no habrá más nada que pueda perturbarte y aquí los verás a todos. Te lo prometo. Deja que sea el mismo bisturí con el que mataste a todos, el que te corte a ti. No te dolerá. Nada en este mundo ni en ningún otro será más doloroso que tu existencia aquí. Yo sé que quieres hacerlo”.
Y conforme va cerrando su novela. Puede verse a una Viviana pesimista pero liberada. Llena de fantasías y con una increíble ternura que trata de ocultar entre “su risa psicópata” y su candor juvenil:
“Y ahora, si yo pudiera pedir tres deseos, si yo pudiera pedir tres deseos, pediría: 1. Que nadie aquí esté muerto;2. Que lluevan manzanas los jueves y pizzas los viernes; 3. Cruzar el cielo por un arcoíris montada en un dragón y llegar al paraíso”.
Yajahira Castellanos entra a la literatura peruana con pie firme. Las malditas ganas de estar triste es una ofrenda de buena prosa, un pretexto para quedarse cualquier domingo o un feriado y entregarse al placer de su lenguaje, desglosar los nervios de su historia que nos pueden sacar unas lágrimas o una encantadora piedad por los desgraciados o los fantasmas de nuestra conciencia. Pero, a pesar de todo, querer vivir porque “la tristeza forma parte de esa idea suicida llamada vida”.