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Cartas cerradas

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La primera  vez que le mandé  una carta a Esther, apenas fui capaz de escribir una línea: «Tenemos que vernos pronto, por favor».

No me respondió. Esperé angustiado durante tres semanas al cartero y, luego de meditarlo mucho, decidí volver a escribirle:

«Esther, no das señales de vida.  Quiero  decir de “vida amorosa”, pues en ese terreno  te busco, te deseo. Estas palabras sólo esperan una oportunidad. El café Montana. Viernes 5.00 p.m.  ¿De acuerdo? Estaré en el segundo piso al lado de la ventanita  desde la que se puede contemplar la Plaza de Armas».

Acudí a la cita con media hora de anticipación. Me lavé la boca dos veces, alisé mi pelo lo mejor que pude y derramé medio frasco de perfume en mi rostro, pecho y sobacos. Antes de salir de casa, ganado por la ansiedad, tomé un calmante con infusión de manzanilla.

A las cinco y veinte, eché un suspiro.  Y otro. Y otro más. Empecé a silbar como un idiota hasta que la campana de la Catedral me informó que ya eran las seis de la tarde.

—No vendrá —me dije mientras agotaba una fría taza de café sin azúcar—. Ella no quiere nada conmigo. Esa es la verdad.

Apenas llegué a casa, me quité la chaqueta y —ay— busqué una hoja en blanco. Creí que la tercera sería la vencida. ¿Por qué lo hacía? ¿Acaso no era mejor encararla? ¿Sería capaz de cortejarla en vivo y en directo? No. Por eso empecé a escribir. Escueto y de un tirón:

«Me tuviste esperándote como el niño en Nochebuena espera anhelante el arribo de un regalo tantas  veces negado.  Sí, soy cursi, y sobre todo cuando  una mujer me hace perder los papeles. Esther, vivo, duermo  y sueño contigo en mi mente. Quiero casarme. ¿Sirve de algo esta confesión?».

Transcurrieron casi cuatro semanas cuando ya me estaba convenciendo de que no había servido de nada mi arriesgada propuesta. Alguien, por fin, tocó la puerta:

—¿Quién es? —pregunté contrariado.

—Correspondencia para Evaristo Castañeda.

Cuando tuve la carta entre mis manos, la olí con persistencia tratando de reconocer un perfume o aroma, ¡qué sé yo! Pero fue en vano. Se trataba de una misiva común y silvestre. El sobre era de los más baratos: los que costaban diez centavos.

Me senté en el sofá de la sala y así, de la nada, me invadió un gran temor de saber cuál era su respuesta. ¿Por qué había demorado tanto? ¿No era esa una señal de malas noticias? ¿Qué excusa pueril habría utilizado para lanzarme arroz y dejarme plantado? ¿Sería una carta escrita desde el amor o quizá desde la lástima? ¿O no era acaso un ejercicio ridículo y estéril el que un cuarentón le enviara cartas a una mujer diez años mayor que él y que, además, vivía apenas a seis casas de la suya?

—Soy un idiota —pensé—. Pero un idiota a la vieja usanza.

Solté la carta sobre la pequeña mesita que orna el centro de mi sala y caí rendido en los brazos de Morfeo. Dormí como si hubiera tomado tres cápsulas de ansiolítico. Desperté al día siguiente cuando mi puerta volvió a sonar.

—¿Quién toca? —pregunté, amodorrado.

—Carta para el señor Castañeda —respondió el cartero.

—¿Otra más?

—No lo escucho —repuso él con aquella voz que se me empezó a hacer familiar.

—Disculpe —respondí—. Le abro en este momento. Sí. La remitente era Esther Granados.

«Ahora tienes la sartén por el mango, Evaristo. Ahora ella es la impaciente. Pero vaya qué sinuosos e inexplicables son los designios del Señor. ¡Se volteó  la torta!». Eché a andar la imaginación de una manera afiebrada. ¿Me estaría pidiendo fecha para la boda? ¿Tendría la urgencia de concertar el matrimonio civil? ¿Por qué había mandado dos cartas de golpe? ¿Se habría arrepentido de lo que me dijo en la primera?

—Un momento —me dije en voz alta y dando un chasquido de dedos—. Si ni siquiera he leído la carta de ayer.

Me reí como un idiota.  Y es que dicen que el amor te hace comportarte como un idiota y, lo que es peor, disfrutar siéndolo.

—Ay, Esther —me imaginé confrontándola en la puerta de su casa—, has resultado ser una auténtica caja de Pandora…

Estuve a un tris de abrir la carta de marras, cuando se me encendió el foco: no era azar, sino más bien una extraña superstición. En estas cartas había (o empezaba a haber) un juego secreto. Un acertijo. Algo subrepticio. Me convencí de buenas a primeras de que si rompía alguna de las cartas todo se evaporaría para siempre. «No me puedo permitir una nueva decepción amorosa. ¡Y menos con Esther! Estoy segurísimo de que ella es la indicada».

Enumeré las cartas con un plumón oscuro y las guardé en una de las gavetas de mi escritorio.

 

 

Esa noche casi no pude dormir imaginando a Esther entrando desnuda a mi recámara y susurrándome algo que apenas pude entender:

—Mañana te mando la tercera.

Así fue. Volvió a sonar la puerta y volví a recibir la carta. Como es obvio, tampoco la leí.

Lo que empezó casi como un juego terminó volviéndose una ceremonia burda: abriendo la puerta ya sin saludar al cartero y depositando la misiva en mi gaveta.

Ha pasado un año y, a excepción de los domingos, incluso los sábados me llegan cartas que no leo ni quiero leer.

A veces me dan ganas de responderle de una manera brusca, terminante: «¡Ya no quiero  más cartas, Esther! Estoy hasta la coronilla de ellas».

El día de su cumpleaños, pensé que era la fecha propicia para decirle en su propia cara que esa forma de amor epistolar no tenía sentido y tenía que acabarse de una vez por todas.

Cuando estuve frente a su casa, noté que la ventana estaba abierta. Me aproximé despacio y agucé la vista. Logré reconocer a su hermano sentado en un escritorio mientras escribía algo. ¿Era lo que parecía? Sí, era una carta. Lo confirmé cuando la guardó en los archiconocidos sobres de diez centavos. Un indescriptible pavor me invadió. Tanto así que se me soltó el estómago. Alarmado, corrí a mi casa y me senté en el excusado.

«Quizá sólo sea una infeliz coincidencia. ¡No puede ser! Esto no puede ser verdad», me repetí y, antes de desparramarme en el sofá de la sala, corrí un poco la cortina para poder mirar hacia la calle… y otra vez ese malhadado rostro ganaba la acera: el hermano de Esther. Me escondí y aguaité mientras un sudor frío hacía de las suyas con mi espalda. ¿Qué traía en las manos? ¿Era lo que pensaba? Sí, una carta.

 

 

Decidí seguirlo. No tardé mucho en arrepentirme. Además, soy demasiado torpe como para seguir a una persona sin que se percate de mi presencia. Si tenía una carta, entonces lo obvio era que la llevaría al servicio postal que quedaba a ocho cuadras de la casa.

Lo vi caminar en esa dirección. Cuando lo perdí de vista tomé un taxi y llegué antes que él. Me escondí al frente, en una pulpería, y él arribó a los pocos minutos.

Un saludo cómplice con el cartero me llevó a perder los cabales. Mientras fingía leer un periódico (para cubrir mi rostro) me aproximé a ellos.

—Lo quieres volver loco, ¿no? —preguntó con sorna el cartero.

—Ya está loco —admitió, burlón—. Pero loco de amor.

—Pobre, Castañeda. Le faltan varios tornillos.

—Y, bueno, si nunca ha podido montarse a una hembra…

Ese comentario me hizo lanzar el diario al suelo y encarar a esos miserables.

—¿Qué mierda se han creído, badulaques? —les dije y le arranché la carta al hermano de Esther. Rogué al cielo que no estuviera aquel nombre: «Evaristo Castañeda». La misma letra y la misma remitente: Esther Granados.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué lo haces? Dime por qué antes de que te parta la cara, Granados, mal nacido de porquería.

—Porque ella jamás te hubiera respondido —escupió a bocajarro.

En vez de darle un buen escarmiento, le devolví la carta y, mientras regresaba a casa, me eché a llorar.

Al día siguiente, el cartero no pasó por mi casa.

Nunca más volví a recibir una carta. Ni de Esther, ni de su hermano… ni de nadie.

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