Entre mi padre y yo siempre hubo una pequeña pared invisible. Una que permitía que nos abrazáramos en contadas ocasiones pero que no permitía ese abrazo total con rascada de cabeza que hoy tengo, por ejemplo, con mi hijo. Una pared, en fin, que fue enfriando nuestra relación con los años.
A inicios de los 80 ´s se vivía la fiebre del mundial y yo —negado para el deporte rey desde siempre— me conformaba con saber que mi papá jugaba pelota alguna vez con su buzo Adidas rojo. Mi papá admiraba a Pelé, lo había visto jugar por la televisión, pero a inicios de aquella década cambió a Maradona. Y yo admiraba a mi papá. Y mi papá era mi Maradona.
No recuerdo cuántas pelotas me compró intentando que yo le fuera al fútbol, pero todas ellas terminaron en el río Huallaga que pasaba a pocos metros de nuestro chalet en la sierra de Pasco. Pelotas de cuero de 32 paños que necesitaban frotarse con grasa de res para que no se cuarteara, esas que te dejaban la piel roja cuando la parabas con el pecho o te caía en la cara (y dolía mucho más cuando jugabas bajo la lluvia). Pero mi padre, que era un gigante a mis ojos de 7 años, era un ídolo cuya risa escandalosa llenaba todos los rincones de la casa.
La primera vez que viajé a París, mi padre me llevó al aeropuerto. Durante el trayecto estaba mudo y solo mi madre hablaba llenándome de consejos y advertencias. Solo antes de embarcar mi padre me abrazó con mucha, mucha fuerza, y me susurró al oído: “Contigo se van todos mis sueños”. Luego volvió a quedarse callado con sus brillantes ojos marrones que contenían las lágrimas. Mi papá nunca salió del Perú. Esa frase me ha perseguido mucho todos estos años. Mi papá murió en la navidad de 2015 y nunca pudo ver de nuevo a Perú en un mundial, yo solo recordaba con cariño el mundial del ´82 y la campaña del ´86 porque estuve a su lado gritando los goles y escuchando —a su costadito— sus pronósticos o lamentando las derrotas.
Ahora que murió Maradona me preguntaba por qué la muerte de alguien a quien no admiraba directamente me afectaba tanto, al punto de seguir en directo su velorio y luego el entierro. Qué había ahí, en ese ídolo por el que todos los argentinos lloraban, que hacía que mi corazón se encogiera por momentos. Cómo dolerte por algo tan ajeno a ti. Entonces recordé a mi padre y entendí. Mi padre era mi Maradona. Mi ídolo celeste. Las alegrías del fútbol y de esos goles los había vivido también yo acompañando algunos domingos a mi padre, para quien yo era un poquito de sus sueños. La alegría de mi padre era también entonces mi alegría, un gol que metíamos los dos corriendo por una cancha infinita que era solo nuestra. El sueño de un niño de 7 años que admiraba a su papá porque su papá era Maradona. Un sueño que nuevamente acababa de morir.