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Carta a mamá

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Anoche soñé que venías a arroparme como cuando yo era todavía una niña, y te quedabas despierta hasta que yo empezara a cerrar mis ojitos por el sueño. Es curioso que te diga esto, pero me vino a la mente ahora que tengo dos hijos todo lo que alguna vez hiciste por mí. Todas esas horas de desvelo, las amanecidas en donde nos visitaba el frío y el ruido de la lluvia cayendo en nuestro techo de calaminas. Ese tic tic tic que penetraba nuestra tranquilidad.

Ahora que los veo a ellos recuerdo todo eso, y me parece increíble que hasta ahora no te haya dado las gracias por todo lo que hiciste por mí y mi hermano, porque tengo que decirlo nos sacaste adelante a pesar de todas las adversidades posibles; de esa pequeña casita sin ventanas, de los baldes de agua que teníamos que cargar para lavar las cosas, de ese arenal que era nuestro patio allá en Ventanilla en el año 1989, de esas largas caminatas para llegar al colegio y donde siempre estabas tú, sin quejarte, cansada sí, pero sin reclamarnos nada, de pie, tal vez destruida por dentro, pero todo eso nunca nos lo demostraste.

Ahora creo entenderte, los años también me pesan y desde luego que vengo pasando por todo lo que nos ofreciste. No en la misma situación, pero el rol de ser madre nos multiplica como personas y nos desarrolla un sexto sentido.

Es increíble la fuerza que sacaste para que tú sola, desde las cuatro de la mañana, nos formes como personas de bien, nos vistas, nos peines y nos alimentes con tu ternura y buen humor.

Como aquella vez en que mi hermano enfermó de gravedad y tuviste que cargarlo hasta la posta para que lo vean ¿Cuántos kilómetros caminamos? ¿tres, cuatro, cinco? Y ya ahí recién te digan que tenían que derivarlo a un hospital para atenderlo. Esa vez, dentro de la posta me dijiste “regresa a la casa que yo me llevo a tu hermano”, y tuve que hacer el camino de regreso a casa sola, llorando porque lo veía muy mal, pero tú no derramaste lágrima alguna. Esas cosas, mamá, no se me borrarán jamás. Tu serenidad ante todo, tus pausas al hablar, y tu manejo de las situaciones, muchas veces adversas; todo eso nos enseñaste. No quiero que me malentiendas con sugerir que se trataba de insensibilidad de parte tuya, pero esa templanza me fue forjando a lo que soy en la actualidad.

Ya esa noche volviste con Eduardo y el vecino Alberto que se ofreció en acompañarte. ¿Lo recuerdas? Ese viejo que siempre pensé que te estaba cortejando, pero solo se trataba de mi imaginación. A mí nunca me agradó y eso creo que tú bien lo sabías. Tocaste la puerta y salí descalza a recibirlos. Fue ahí que me contaste que a mi hermano le habían detectado un tumor en su estómago y que requería de operación. Yo no entendía bien todo lo que me estabas contando pero al ver tu rostro entendí que era algo grave.

Pasaron los meses y la conducta de mi hermano y la tuya empezaron a cambiar. Ya no salíamos como antes a las fiestas, dejamos de frecuentar a los familiares para darle tiempo a Eduardo, él dejó de ir al colegio y a ti se te notaba mucho más demacrada. Ya intuía que el dinero en ese momento no solo tenía que bastar para comer, sino que se necesitaba mucho más para los medicamentos y tratamientos de Eduardo.

Fue por eso que me esforcé el doble para obtener las mejores notas y conseguir un buen sueldo como profesional, pero no podía sacar de mi mente a ninguna hora del día todo lo que tú venías pasando. Estas cosas nunca te las he contado pero muchas veces salía de casa para ponerme a llorar en la oscuridad del arenal, y tú seguramente habrás hecho lo mismo en tu habitación cuando no te veíamos.

Y así pasaron los años y la salud de mi hermano nunca se restableció. Una tarde no dio para más y solo quedamos las dos. Siempre pensé que fue una muerte lenta; los médicos ya te lo habían advertido y tener esa carga encima, día a día, te habrá ido carcomiendo hasta lo más profundo de tu ser, mamá.

La tarde de su entierro te vi acariciar su tumba como cuando me arropabas en las noches, y estoy segura que le habrás una cantado una canción bien bajito para ese largo y eterno sueño. Tus ojos no pudieron más y comenzaste a llorar tanto que se me vino a la mente inmediatamente el sonido de la lluvia en nuestra calamina de nuestra casita de Ventanilla. Tic tic tic, caían en mi alma y yo también me quebré.

Dos años después me casé y me fui a vivir con mi esposo a Costa Rica mientras tú te quedaste allá en Perú. Hoy más que nunca quisiera volver a tenerte a mi lado, mamá, tenerte aquí conmigo y hablar de todo o de nada, o solamente caminar y quedarnos en silencio, mirándonos una a otra para ver si aún quedan secretos entre las dos.

Con todo mi amor, tu niña de los arenales, María Laura.

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