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Carretillas / DEL EMOLIENTE AL CALDO DE GALLINA

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Un paseo por las carretillas de Lima para sanar la resaca, el resfrío y el deseo sexual.

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Por su exquisitez y variedad, comer en Lima es la negación absoluta del tiempo, pero sobre todo del lugar. La cocina masiva se desplaza sin solución de residencia, y es ilimitado el consumo de potajes y brebajes populares no en el restaurante sino en la carretilla, esa mesa y cocina movediza que invade nuestras calles. Ayer artesanal, de madera y con ruedas como de carruaje; hoy industrial, de hojalata y con llantitas cual coche de bebé. La carretilla es multidisciplinaria y polifuncional. Opera de emergencias por el expendio de sus pócimas reconstituyentes, un arco de brebajes que van desde el emoliente hasta el caldo de gallina. En los márgenes de la ciudad existen también los carricoches del jugo de rana y el extracto de maca.

Para el limeño, la dieta líquida es esencial, desde el agua de manantial hasta el suero intravenoso pasando por sus caldos. La carretilla no conoce del café espresso o del cappuccino o del Caramel Macchiato exclusividad del Starbucks. Solo se expide café de tarro, a la diabla, sin escrúpulos. El café es para gerentes y secretarias, dicen. Cierto: el usuario de la carretilla es mayoritariamente de planilla y jornal cuando despunta el día. Luego llegarán los empresarios de pymes o de galerías. Las amanecidas en el emporio textil de la zona de Gamarra, en el distrito de La Victoria, han generado una tendencia: los desayunos powers, caldos hirvientes y zumos de frutas. Además, chanfainas, salsa a la huancaína, motes y hasta cebiche, todo un combo montado (o un menú de combate) que los viandantes llaman el aeropuerto o el desmonte.

En el escenario limeño, la carretilla es funcional y utilitaria. Coche estacionado súbito y efímero. Comercio del foodcart, como le dicen en Nueva York pero sin feng-shui. Con juego de vajilla y si acaso primus —fogón e infiernillo de excursión— amén de aparejos de higiene residual. La carretilla es tan de sustento mañanero como de antojos. Miles de limeños desayunan desde la madrugada en aquel volquete del jamar citadino. El pan francés, de tajo equidistante, se abre a huevos fritos o torrejas exigidos en abundancia. El atún o la palta, la mortadela o el pescado frito arrebozado se consumen en oleadas, con vasos humeantes de quaker, aquella avena del pobre, con ramalazos de leche vacuna o extractos de cocoa o chocolate del Cusco. Así, el tentempié es fortificante, básico y trascendente para el nuevo día.

Una creencia se impone en el limeño masivo y popular, que, por cierto, tiene desayuno propio: el emoliente. Del latín emolliens —que ablanda—. Antaño pomada usada para mitigar durezas o tumores, hoy es jugo medicinal a base de granos tostados de cebada y extractos de hierbas casi prohibidas de la huerta bucólica: alfalfa, llantén, cola de caballo, boldo y semillas como la linaza. El emoliente chapa personería jurídica con el limón y el jarabe de goma que lo hace rico con el antioxidante llamado en los botiquines del pobre betacaroteno, ideal para curar el mal de antojo, las facturas del alma y los tráficos de la menopausia. El emoliente concita fe y refuerza lealtad a los nuevos santos marginales, Sarita Colonia o Chacalón. Así su oferta, hoy se agregan plantas de moda como uña de gato, maca, chancapiedra, sangre de grado, muña, aloe o sábila. El emoliente obliga química de probetas para la sinergia del polen, miel de abejas, agua de papa, barbas de choclo.

El cargo de emolientero exige tanto como maña de brujo, arte de científico o habilidad de malabarista. Hirviente y noble, el emoliente es un líquido gomoso que el emolientero lanza de un vaso a otro en un vaivén hasta atrapar su atmósfera templada. La esencia densa es proteica y vecina plenipotenciaria de la leche de tigre, ese jugo del cebiche, blanquecino zumo similar al néctar de la maceración del pescado en la acidez del limón, los ajíes, el ajo y el kion. Hoy el emoliente, una bebida plebeya, es jarabe del emprendedurismo clasemediero limeño. Se lo consume en el Parque Industrial de Villa el Salvador como en El Bar La Emolientería de Miraflores, donde hasta se le añade burbujas moleculares.

La mayor parte del año los habitantes de Lima residen estoicos en la imperturbable liquidez de su atmósfera cruda y húmeda. El sol de Lima, al decir de Luis Loayza, es una quimera en la capital del otrora imperio del sol. Ahí su queja, el frío y la garúa. Lima es ciudad marina, de niebla y bruma. De abrigo y refugio. Los limeños suplen el calor climático con las lumbres de mates, caldos y chupes. No son frígidos pero están a buen recaudo. Plato de linaje es el Sancochado, con carnes y hortalizas, pero sobre todo el caldo. Caldurientos somos, no otra cosa. La gama es frondosa en la cuchara  multiclasista. La sopa y los chupes —un consomé andino y con expediente cárnico— son el fuelle de su patrimonio. El caldo es transversal en la finca, en la quinta, en el callejón. El útero popular ha masificado la oferta gracias al avance de la carretilla, buque insignia de este estado eufórico que padecen los peruanos con el boom de su cocina, donde priman los emblemas alimenticios del honor.

A la vuelta de la esquina, en Lima, la carretilla.

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La movilidad de la cocina peruana es su estilo en una travesía de lo salado a lo dulce con efímeros focos en lo picante. Existe una culinaria limeña como itinerario y trayecto, el resultado de las migraciones del interior a la capital del Perú desde la mitad del siglo XX. Lima se divide en cuarentaitrés distritos con sus municipios. La jurisdicción es así la patria chica con su plato de precepto y código. Y a cada  quien, su identidad y sus carretillas. A cada barrio, su olla y su potaje emblemático. Tradicionalmente el Callao, el puerto limeño, es nación de platos de pescados y mariscos. En los pagos de Lince, la oferta es regional, cocinas de todo el Perú despuntan entre picanterías y rinconcitos. En el Rímac, La Victoria, Breña y los Barrios Altos, predominan las brasas de intestinos, mondongos y anticuchos, esos trozos de corazón de res en pinchos de caña adobados en especerías sobre parrillas originales. En el Centro de Lima, se ofertan dulces y postres tradicionales como última defensa de abolengo y solera de una antigua ciudad casi desaparecida.

La olla peruana no es precisamente el fasto de la opulencia sino más bien el sudario de la escasez. El aserto no gusta pero es cierto, de ahí la proliferación de platos en bases a vísceras y menudencias que recorren la hacienda nacional desde la herencia morisca con la colonia. Platos como el Cau cau —guiso de papas con mondongo—, el anticucho —corazón de res—, la sangrecita —sangre de pollo con cebolla y yuca—, la chanfainita —guiso de bofe y papas—, la patasca —caldo con mote, mondongo y carne—, el rachi —panza de res—, la fritanga de hígado —todos antes segregados por el gusto burgués, rentista y pituco— se han revalorado en la primavera integral de un fogón nacional reivindicado y redimido.

En su ensamble comercial, la olla se extrapola entre la carretilla popular y el restaurante linajudo. Hoy ha surgido, no obstante, la llamada “barra”, una nueva especie de local con mostrador y cocina a la vista donde los parroquianos comen de pie entre efímeros y sudorosos. Un ejemplo es el fast food de comida marina y oriental de Toshi Matsufuji en la Av. Angamos en Surquillo. El antro breve, brevísimo, se llama ‘Al toke pez’ y con tres adjetivos, ‘rico, rápido y barato’ amén de la sabiduría japonesa, es orgullo de la circunscripción. Otras barras son resultado de sendas carretillas exitosas. En el centro de Lima, en el emporio comercial de Polvos Azules, está la de Ronald Abad, hoy abrigado por transnacionales de la comunicación. El carretellismo peruano, cierto, es símbolo del éxito fabril y corporativo.

Los anticuchos, emblema de la cocina criolla limeña en caretilla.

3.

Dícese de la sopa que es magma a resultas del fuego lento sobre carnes, hortalizas, legumbres, cereales y frutas. En Lima, para el frío, sopa. Para la gastritis, sopa. Para la locura, sopa. Para la flacidez, sopa. Una variante más popular es el aguadito, un consomé de menudencias de ave con el infaltable arroz, alverjas y papa amarilla. Las crónicas de indias describen la sopa como un extracto concentrado que los indígenas ingieren tan caliente que lucen los labios ampollados. Cierto, todas las sopas producen placer contranatura: gustan pero duelen.

En Lima, el caldo de gallina tiene rutina, hábito y leyenda. Un valse —el género musical limeño por glándulas mamarias— es himno de las gestas criollas de la jarana. Mario Cavagnaro en su tema «Carretas aquí es el tono» canta: Ya iremos de madrugada / en un colepato [colectivo] hasta La Parada / A calmar la tranca asesina / con un criollazo caldo de gallina. Los limeños tienen a este caldo de elixir para la trasnochada. Es una sopa de urgencias, profiláctica y para el frío. Poncho gastro reconfortante y de guerrilla. Los parroquianos juran que es para el abrigo del espíritu. Se recomienda una gallina tierna que se deje hervir con parsimonia. Cuando comienza a barbotar, se les da el zambullón a fideos y huevos. Servido sobre la mesa de la carretilla o de la carpa callejera, uno elige cebolla china, ají molido y cancha tostada. En plato hondo, como cama de luna de miel.

En otras latitudes, el consumo humano de gallinas no es frondoso: al ave se la utiliza luego de sus temporadas de huevos, como insumo para el alimento de los pollos. En Lima, el caldo de gallina goza de una pandemia feliz. ‘La carpa azul’ es su típico reducto nocturno en la avenida Nicolás Arriola, en el distrito de La Victoria. Plato popular con buena sustancia base, proteica presa, cargado de sabor y muy completo, el caldo de gallina es hoy abanderado de carretillas y de mercados. El cocido es mestizo hasta sus forros: combina las pastas europeas con la papa amarilla andina, se le añaden argucias orientales como la cebolla china y el kion, el limón árabe, el ají norteño del Perú o el rocoto volcánico de Arequipa. De ahí su carga simbólica para evitar la somnolencia sexual y el sopor hormonal. En Lima se defiende el aserto de que el mejor caldo se prepara con gallina vieja, pero aquello no es tan cierto. Valentina Barrionuevo, vieja matrona limeña, juraba que la gallina debía ser jovencita pero harta culeca, es decir con prontuario de gallo.

Pero si en Lima el caldo de gallina es plato de antojo existen otros mejunjes con fórmula profiláctica. Al ingreso de Lima Este, en el distrito más grande de la capital peruana, San Juan de Lurigancho, en la zona de Puente Nuevo, las carretillas ha dado paso a las tricicletas, los tacomóviles y los carritos sangucheros. Allí, el Jugo de rana está de moda. El comensal ubica su rana viva dentro de un depósito líquido e iluminado, una suerte de pecera donde los batracios se lucen para que el cliente las escoja, y en un santiamén una dama diligente le mete cuchillo para destriparla, la lanza a una licuadora, le agrega extracto de maca y otros caldos y al instante aparecerá un jugo bermejo y espumoso. Hay que beberlo al momento. Se dice que es bueno para curar la tuberculosis y los resfríos sexuales.

Solo en el Lima existen instituciones del yantar rotundo que no existen en otras latitudes: a] La cebichería, b] El chifa, c] La pollería. En ese orden. Una institución fundamental para el ego peruano es aquel ejercicio de encontrar el huarique perfecto. Dícese huarique al restaurante propio, recóndito e íntimo. Cada limeño también peca de sibilino en su vademécum personal y goza por descubrir el huarique del otro. Así el erario nacional de establecimientos en el arte culinario tiene sensualidad saporífera y enjundia de ollas matronales. En Lima, no puede existir un catastro de dónde se come mejor: pobres y ricos se unen en un solo ejercicio de sociedad secreta ante el yantar comunal. Seremos distintos pero comemos iguales. Así el premio para el limeño cosmopolita aunque clásico es lucir comedero personal, trago particular, sopa original y carretilla íntima.

        El Jugo de rana, cura el asma, la TBC y la flaxidez.

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