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Caras, lugares, de Agnès Varda (2017)*

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Escribe Mario Castro Cobos

La dosis (incluso conmovedora) de bondad, inocencia, capacidad de conexión con las emociones, en el cine que practica Varda… que hace que mientras dure la película y un rato más… uno sienta que la vida es más suave y menos brutal de lo que en verdad es…  Que la vida tiene una textura menos amable que la que ella presenta en general en sus películas no es una novedad ni un misterio ni tampoco un escándalo -y uno puede jugar (al menos un rato) a que eso no importa-. Es el juego que ella juega y que nos invita a jugar, pocos lo juegan tan bien como ella, digamos que, con una alta dosis de honestidad, si puede decirse así.

En “Caras, lugares” valorar a estas personas, ‘gente como uno’, en pequeños pueblos y en la campiña francesa, y en complicidad con JR fotografiarlas y pegar murales monumentales con su imagen, es una bella acción poética, casi diría poesía práctica. Una auténtica y muy justa reivindicación. El reconocimiento de las pequeñas maravillas de lo cotidiano expresado en esa acción dignificadora, que implica a la vez una toma de conciencia, es algo con lo que no se podría estar más de acuerdo. Pero lo mejor de esta película (aquí lo interesante) no se encuentra ahí.

La mejor crítica de o contra esta película -e incluso contra el cine de Varda en su conjunto- nos es suministrada elocuentemente por ella misma. Esta película o este cine en tono menor o de medio tono, cálido, amable, empático, solidario, interesado sincera y apasionadamente por los otros, que es capaz de ponerse resueltamente del lado de los desposeídos, todo lo cual hace que entre otras cosas tantos digan ‘¡qué bonita película!’ Pero hacia el final del metraje vemos el otro lado.  

Varda pacta una cita con un viejo amigo, un tal Jean-Luc Godard. Según ella Godard es un filósofo solitario y lo que hace es importante y necesario; es un investigador. Lo espera en una pastelería. Está nerviosa. Godard no llega. Lo va a buscar a su casa. No hay nadie. Pero sí hay un mensaje. En clave. Que la entristece. Godard podría ser literalmente ‘el malo de la película’ al menos en esta película, ofreciendo cruelmente a su amiga una nota amarga, el recuerdo del dolor, la pérdida, lo irreparable (el recuerdo de su marido muerto). ¡Pobre Agnès! Eso no se hace.

O eso sí se hace. O ese es el centro de la reflexión, justamente. El cine de Godard se enfrenta (no diré que siempre) al misterio real del cine, del funcionamiento del pensamiento, de la imagen, se lanza a lo grave y a lo oscuro sin miedo aparente. Menos gente dirá de una película de Godard ‘¡qué bonita película!’ Decir que Godard es la conciencia del cine es un maldito cliché, pero también tiene una alta dosis de verdad. El momento oscuro, y más luminoso, de Varda, me lleva así a Godard.   

El límite del cine de Varda es precisamente esa oscuridad propia de la existencia, que su cine en parte niega, cubriéndola de buenos y amables sentimientos. Pero la oscuridad sigue exactamente ahí y es bueno que ella misma nos lo recuerde.

*Película proyectada en el XXIII Festival de Lima PUCP

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