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«Caramelos» un cuento de Luiz Carlos Reátegui

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Observo la ciudad de Lima desde la ventana de mi edificio. Vivo en el piso 11 y todo parece apacible desde arriba, veo una ciudad sosegada y amable, donde se ha desterrado la hipocresía y ha cesado la hostilidad, eso me hace recuperar en algo la paz y abrigo la esperanza de no resignarme a ver Lima siempre desde arriba. Voy al comedor. Mi padre lee atento el manual de un cronómetro, pues, a sus 77 años, de seguro que ya se dio cuenta que es poco el tiempo que le queda y no hay marcha atrás. Ni se inmuta con mi presencia y menos me dirige la palabra. Jamás me entregó ni enseñó nada. Tomo un sorbo de jugo de naranja y agarro un pan a la volada. Voy a salir. Le digo.

Mi despedida es fría, como sus manos, como sus mejillas, como la perilla de la puerta que me lleva al ascensor. Mi padre hace un ademán castrense sin despegar los ojos del manual, así es su adiós todas las veces. Prefiero no reclamar al capitoste y preservar el aplomo para evitar el rifirrafe, el fuego cruzado. El único lugar donde tengo tranquilidad, es ahí, en ese espacio de 99m2 y no quiero viciarlo, ni infectar su aire con riñas que él aduce banales. Subo a mi auto y salgo a la calle. Con cada cuadra que avanzo, la ciudad va cambiando. Ya no es la de hace un rato en mi ventana, es una totalmente distinta que, me enzarza, me escupe. Manejo silente, me aturde sus elevados decibeles. Mientras más me acerco al centro de sus entrañas es peor.

Los hombres esquivan las miradas, no te dan la cara, otros se muestran vehementes, ásperos. Es un festín de varapalos entreverados, y yo, sin saberlo, me voy convirtiendo en uno de ellos, me voy convirtiendo en mi padre. Me sigo adentrando y es peor. Ahora ya soy uno de ellos.

Tengo las uñas de mis manos clavadas en el timón, tengo el ceño fruncido, las pulsaciones rabiosas, la vista fija hacia el frente y transpiro copiosa y fríamente, como cuando tienes vacío el pecho, como cuando se te han esfumado los sentimientos del cuerpo, como cuando eres mi padre. Acelero, violento y energúmeno, intentando ganar los cruces.

La luz ambar no es de precaución, sino, la posibilidad de sacar ventaja, de pasar al cojudo que sobrepara y cerrar al que viene en transversal, ocupando un espacio que no es mío, midiendo con el rabillo del ojo mi condición incólume y ver si es que hay alguien que se atreva a decirme algo. Voy lo más rápido que puedo, con mi actitud talionista, quiero sabotear al ambar de nuevo. Que no se cambie a rojo, no, no, no, qué salado carajo. Digo.

El semáforo acaba de cambiar en el cruce de Jr. Junín con Jr. Lampa. Hilario aprovecha la quietud, se detiene en medio de la pista, está en silla de ruedas porque no tiene ambas piernas. Luce un polo percudido, un short corto para que se vea el muñón claramente y sepas que no miente, el rostro lo tiene magullado, infestado de surcos en todas direcciones y en desorden, eso sumado al castigo del sol en verano, el cabello que le cae por delante le cubre los ojos, igual decide no alzar la vista y concentrarse.

Con los gruesos y callosos dedos saca unas pequeñas pelotas. Comienza a hacer piruetas y malabares, el retortijón del estómago le recuerda que tiene hambre, pues, siendo entrada la tarde, nada comió desde que se despertó pero traga su saliva y aguanta, se debe a su público, la función tiene que continuar y sigue con su acto.

Luego de un par de trucos más, concluye. Inclina un poco el cuerpo en señal de agradecimiento, esperando una ovación y unas palmas que nunca llegan a sonar, que son imaginarias y que solo él, detrás del cabello que le cubre los ojos, logra escuchar. Con la fuerza de sus brazos se dirige hacia mí, se detiene a mi lado.

Lo miro de reojo, estoy impaciente, contando los segundos en el marcador, dudo un momento, bajo ligeramente la ventana pero desisto, la vuelvo a subir hasta el tope y no le doy nada. Va al auto de al lado.

Sofía, una niña de 5 años, baja la ventana trasera de su asiento, extiende su brazo y le da todo lo que encuentra de valor en sus bolsillos. Hilario abre la mano. Me quedo perplejo. La niña le ha entregado sus caramelos. Hilario comienza a llorar, él no quería dinero, sino, solidaridad. Sofía no está infecta y quizá sea la última oportunidad que nos queda.

El auto se me apaga, la imagen se torna borrosa, parpadeo varias veces para recuperar la nitidez, me fijo a los costados, desesperado, deseo saber si todos lo han visto, pronto caigo en cuenta que soy el único testigo. Me quiero bajar pero los bocinazos de los hombres y los de mi padre me obligan a avanzar.

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