Hace dos semanas obligué a mi pareja a ver Canción sin nombre, de la directora Melina León, una película que el Ministerio de Cultura estuvo promocionando y que se encuentra en Netflix. Marcos estuvo reacio porque el cine peruano no suele tener buenas producciones y sus propuestas casi siempre son dramas terribles. Sin embargo, mi (imposición) entusiasmo ganó el control remoto.
Realmente fue una gran decepción. Sin embargo, el hecho de que sea una película innecesariamente larga, lenta y con muchas incoherencias en la trama no es lo único malo. Lo realmente peligroso es una idea que se desliza bajo las formas del cine de estética hípster: el “terruqueo”. Aunque no ha usado el término terruqueo, Mario César Castro Cobos ha escrito una colérica opinión que en gran parte comparto y recomiendo leer: https://limagris.com/cancion-sin-nombre-de-melina…/….Como no soy una experta en cine, no hablaré de la fotografía ni de la técnica ni de las referencias a otras películas o directores. Me remitiré a abordar las incoherencias en la forma de abordar la ficción y en la trama.
No podemos juzgar a una película como a un reporte periodístico. Su aproximación a los hechos de la realidad real no tiene que ser meticulosa y exacta. De hecho, como ya señaló la directora, el tema central del filme – el robo de niños – ocurrió en el Perú años antes de 1988 (año en que la película se contextualiza). No se trata de la realidad, sino de una representación de la realidad. ¿De un mundo posible? No, no llega a tanto.
Si bien los espectadores no debemos reclamar a la obra un apego preciso a la realidad peruana, el filme se vale demasiado de las referencias a la realidad para comercializarse. Canción sin nombre entiende la ficcionalidad como una mímesis de la realidad. Los personajes no representan a personas que realmente existieron, pero sí a tipos sociales, étnicos y de clase. La misma Melina León ha mencionado que su padre fue periodista y que investigó el caso del secuestro de niños en el país. Por otro lado, el uso de los personajes migrantes, observados desde una lente exotista en sus “fiestas folklóricas” (como han dicho algunos youtubers) busca añadir realismo a esta cinta.
Se podría argumentar que es una ficción realista y que manosear la biografía y las manifestaciones culturales es una técnica publicitaria de mal gusto, pero no ilegal, como los lobbies. Bueno, pero que conste que es muy feo. Ahora vamos a la trama. Comencemos por la pareja ayacuchana de Georgina y su esposo quienes viven en un cerro limeño. Al principio, se los ve integrados a la comunidad de migrantes, participando de una fiesta, así nos enteramos de que el esposo es danzante de tijeras. No obstante, estando inscritos en una comunidad, viven en una choza de esteras alejadísima de otras. Y no solo eso, siendo partícipe de una comunidad, Georgina prefiere dar a luz en el centro de Lima, con unos absolutos desconocidos, sin avisarle a su esposo ni a las vecinas (¡que viven muy lejos, Tania!) ni a nadie de su entorno.
Pedro, el periodista que ayuda a Georgina a buscar a su bebé raptada, tiene una historia extraña. Se subraya la homosexualidad del personaje a través de una relación sentimental con un actor cubano. No obstante, este dato no agrega nada importante a la trama. Ni la homosexualidad ni la homofobia son temas desarrollados en la película. La inserción de este detalle parece más bien un intento por abordar la otredad en varias de sus formas: étnicas, de género. Otra vez, un guiño a la publicidad bienhondista de la época. Además, Pedro tiene en el periódico una compañera de acento marcadamente venezolano y se entrevista en la Amazonía con una mujer de acento marcadamente venezolano. Puede que una pizca de atemporalidad no caiga mal, pero en esta película parece que se les pasó la mano.
El personaje del esposo, por su parte, danzante y trabajador en el mercado sufre unos cambios que no se explican muy bien. Primero, deja sola a su esposa en la búsqueda de la bebé, solo la acompaña en dos ocasiones y luego desaparece. Más adelante nos enteramos que se enroló a Sendero Luminoso y toma parte en un atentado en una loza deportiva. La explosión ocurre durante una fiesta popular en la que participan sus vecinos y su esposa (!). Qué extraña manera de expresar la impotencia e indignación: atacando a los vecinos y a la esposa. Esto deja a Georgina todavía más sola y ella debe pedir ayuda a una vecina para que la esconda (¿no que la vecina vivía muy lejos?, ¿si podía pedir ayuda para huir, por qué no pidió ayuda para dar a luz?).
Si bien en el Perú existe una ley que castiga a la apología del terrorismo, no existe ninguna sanción contra el “terruqueo”. Esta es una práctica de desprestigio que vincula a una persona o a un grupo social/étnico con prácticas terroristas.
Lamentablemente, Canción sin nombre tiene una mirada que subrepticiamente terruquea, ¿por qué?, porque coloca al terrorismo del lado de los migrantes ayacuchanos pobres en los cerros de Lima. Quizás sea de modo inconsciente, pero sigue siendo un terruqueo. Esto ocurre por la forma superficial en que se propone un tema tan delicado para los peruanos. Entonces, sí, Mario Castro Cobos tiene razón cuando señala que Canción sin nombre no hace preguntas importantes ni mucho menos profundas a la realidad que quiere representar, pues de hacerlo se convertiría en “un artefacto en verdad incómodo, oscuro, perturbador, complejo, es decir, todo lo no que es”.
Me animo a escribir estas líneas porque leí que Canción sin nombre se perfila como “una de las películas más celebradas en la historia del cine nacional” y me preocupa mucho que se celebre una forma velada de colocar la culpa del terrorismo en ciertos grupos sociales, étnicos y de clase. No me parece exagerado decir esto en un país que cuestiona las marchas de protesta de los jóvenes y de los agricultores y que no procesa a los verdaderos culpables. No me parece exagerado despertar una alerta de “terruqueo” porque no necesitamos “mano dura”, sino reconstruir un país con memoria y dignidad.