Cine

Canción sin nombre, de Melina León (2019)

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¿Qué vi?: puro cálculo; típico de un producto de calidad con bonita presentación y… que, genialmente, no contiene ‘nada’; excepto, esto sí, el aporte de una figurita más para el gran álbum del cine colonizado; su misión: perpetuar un complejo de superioridad que, con respecto a nosotros, experimentan los colonizadores: ¡cuánta voluptuosidad moral desde los centros de poder!; juego del que este cine no duda en beneficiarse, porque si existe como tal, es, precisamente, para satisfacer esta necesidad; así que bajo esta limitada luz se trata de una operación exitosa. Conformismo y simplismo extremos maquillados de preocupación social; ya se sabe que venden.

Aunque para algunos resulta difícil el tragarse una película —sin importar lo que digan sus publicistas— con un planteamiento dramático tan increíblemente plano como el de la telenovela más barata vomitada a cualquier hora de cualquier día por la pantalla más cercana.

Qué vi: un cine que se aprovecha —en realidad, con un fondo de indiferencia— de un tema trágico… para cosechar: prestigio, premios, aplausos, porque pretendes hacer una ‘buena película’ o, al menos, simular que la haces (sí, hay un manual para que te vaya bien en festivales y más allá) sin que se sienta la necesidad imperiosa de examinar algo distintivamente humano (un mediocre melodrama cual himno a la abulia en vez de eso) a través de una pequeña historia que reclamaba, en vez de una lluvia de lugares comunes y situaciones manidas —resueltas como sea— alguna delicadeza, pero no; pues este es un cine cuidadosamente pensado para ‘bien pensantes’ que no desean en lo absoluto ponerse a pensar.

Cine fabulosa papilla: homogeneizada, pasteurizada, saborizada, premasticada, ‘globalizada’; ajeno a cualquier problematización o investigación mínimamente seria de nuestro pasado (porque lo que vende es la emotividad de brocha gorda y grito pelado y no sutilezas tales); en efecto, un cine con las respuestas marcadas… porque despertar nuestra más automática y mecánica compasión facilita el hundirnos luego más rápidamente en el agujero del olvido (bye bye, hasta el próximo drama). Porque hacer preguntas, las verdaderas preguntas, convertiría a Canción sin nombre en un artefacto en verdad incómodo, oscuro, perturbador, complejo, es decir, todo lo no que es.

He recordado mucho Ciudad de Dios, la idea es en esencia la misma ¡triste ontología de la postal!, en lugar de muchos colores ‘comestibles’ un blanco y negro ‘vaporosamente anestésico’ y la misma ideología publicitaria (Promperú, Marca Perú y agrega a tu carrito la bandera que quieras). Vender, a esto le llaman industria cultural, en un empaque presumiblemente ‘agradable’, ‘artístico’ (¿buena fotografía = arte?) nuestra miseria como si fuera una bolsa llena con caramelos de tribulación para que los otros piensen que los miserables somos siempre nosotros, nunca ellos.

La fotografía te vende la película como si fuera capaz —aunque es verdad que funciona con muchos incautos— de hacernos creer que tanto ella como toda la serie de elementos técnicos que la acompañan valen eminentemente por sí mismos, como retórica visual y narrativa, independientes del pequeño detalle de su sometimiento absoluto a un aterrador playlist de risibles estereotipos que dan vergüenza ajena; hecho todo, eso sí, con mucho cariño para públicos Hollywood + Netflix, reductos, devoradores y frecuentemente siniestros, del conformista, cobarde, temeroso, conservador y reaccionario pensamiento dominante.

Pero, espera un momento: ¿puede hablar el subalterno? ¿Siquiera le interesó a alguien por un momento esta jodida y obvia pregunta? ¿Qué clasismo, qué racismo y qué privilegios acumulados pueden tornarte tan unánimemente sordo a este grito que resume la historia de nuestros pueblos?  

Recuerdo haberme sentido perplejo, hace años, escuchando al director de fotografía de esta película, expresándose —con obsesión digna de mejor causa— sobre la necesidad de conquistar mercados. Jugando su juego sin problemas, si entendí bien. Su interés empresarial, más que artístico, no diría que fue inspirador. No fui el único perplejo y no fui el único que esperaba, en cambio, en aquella conferencia, escuchar más y más y más de la experiencia maravillosa de haber trabajado con ese gran cineasta… que algunos recordamos casi cada día de nuestras vidas: Raúl Ruiz. Es decir, un creador de verdad, no tan blandamente dispuesto a hacer concesiones. Y en vez de eso…

Así que, años después, me parece claro que no me engaño con los sonidos de esta canción. No reconozco alegría o alivio éticos con estampitas desconsoladas/consoladoras, esencialmente facilistas e infladas por valores de producción, llámese eficiencia para imitaciones hábiles —el argumento de venta del ‘cine de calidad’— por más buenas intenciones que parezca que tengan, cuando son, o podrían ser, más bien —mucho me temo— simple y llanamente ejercicios de oportunismo disfrazados de arte.

Como bien dijo el propio Raúl Ruiz alguna vez: están los artistas del misterio, y están los artistas del ministerio.      

¡Atención! No te pierdas, perezoso amante del costumbrismo fatalista monocromo auto victimista masoquista for export, tu chute de más-de-lo-mismo, ¿y de qué va?: los no-pobres de los países pobres hablando de ‘sus’ pobres para los mercados de los países no-pobres (que no reconocen o que no reconocen ‘suficientemente’ que ellos mismos son por definición los grandes fabricantes de pobres, los de dentro y fuera de sus países) que los premian por sus pobres y tristes historias sobre pobres.

De verdad. ¿No sienten asco?

No hay que olvidar que la aceptación acrítica y sumisa de las miradas estereotipadas y simplistas —por las que el mercado saliva, entre otras secreciones— son la mejor garantía de perpetuación del sistema que nos oprime a todos.

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