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CAMINANDO CON ALBERTO COLÁN POR LA PLAZA SAN MARTÍN

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Por Eloy Jáuregui.

En ese verano de 1971 conocí a Alberto Colán en el trayecto del Bar Palermo al Bar Queirolo en el Centro de Lima. Alberto venía con Mateo Morales, «El zambo Mateo» y hablaban del cine de Glauber Rocha. Y lógico que enganchamos en carretaje porque amábamos las mismas mujeres –las actrices italianas, con Sophia Loren a la cabeza– y escuchábamos jazz en ayunas. Alberto tenía ese estilo que tienen los guapos al caminar, y en un par de temas, nos hicimos amigos.

En esos días íbamos y veníamos con los poetas Isaac Rupay, Yulino Dávila, Elías Durand, José Cerna, Rubén Urbizagástegui, Ricardo Oré y César Gamarra. Nuestra base quedaba en el Jr. Huancavelica, la casa del Movimiento Hora Zero, y de madrugada terminábamos comiendo nuestro Pan con orejita y un potente Jugo de ladrillo en los carretilleros de la Plaza San Martín.

Y no hacíamos otra cosa que hablar de poesía, de música, de cine y de los grandes movimientos revolucionarios en el mundo sesgando la nota para el lado de los Black Panters, Los hermanos Soledad, Malcolm X, Franz Fanon y otras líderes populares que venían después de Mao, Fidel y el Che.

Pero con Alberto Colán teníamos otra devoción: nos gustaba la salsa y todos los ritmos afrocubanos. Claro, Elías Durand nos guiaba por los caminos del jazz y el Chino Yulino nos ponía en bandeja las vanguardias psicológicas y el arte duro y los ready-mades del francés Marcel Duchamp. Eran los años también del Cine club del Ministerio de Trabajo y del Salesiano así que ninguna película de culto o vanguardista se nos escapaba.

Pero en ese grupo de jóvenes había una marca indeleble. Todos proveníamos de sectores populares de Lima y por supuesto que nos sobraba barrio y jeringa. Pero nos inflamaban más las chicas de San Marcos, de la Villarreal y la católica. Entonces para enamorarlas había que manyar de lingüística y estructuralismo. Caro sería para aquel que no era ducho en Saussure, Jakobson o Lévi-Straus, y agarrábamos viaje con Althusser y Foucault. Pero cuando regresábamos a nuestras casas, otra vez nos empachábamos con Los embajadores criollos y la Sonora Matancera.

En Hora Zero teníamos a nuestros popes ya conocidos. Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz, Enrique Verástegui y Tulio Mora. Pero habían otros maestros a quienes oíamos con devoción como el poeta Manuel Morales, el Goyo Martínez y Oswaldo Reynoso. Y en aquel aquelarre en que se convertía el Palermo las noches de los fines de semana, ahí aprendimos a querernos como hermanos y ser fraternos hasta el tuétano.

Cierto que esa hermandad férrea no se hubiera consolidado con la soldadura de la poesía. Que no era patería sin sustancia la nuestra, no. Todo lo contrario, fue de aquella amistad que nos exigía ser cultos, creativos y escribir con como el acto más sublime de nuestras vidas. Así, en 1973, publicamos con Ramírez Ruiz nuestra revista Hora Zero y ahí quedamos para la historia en una edición que parecía un dédalo de pétalos y un ramillete de orquídeas fieras y sangrantes.

Con Alberto Colón nos encontramos a principios del 2020. Él y su hermano Jorge Colán venía trabajando en un documental sobre la presencia de Benny Moré en Lima. Y nos citamos una tarde en el Queirolo de Lima e hicimos una entrevista en video que estaba proyectada para un par de horas y terminó a la medianoche bien entonados con 5 Reses de pisco.

A los hermanos no se los recuerda dolientes. No. Aquí está mi testimonio de mi amistad con Alberto Colán. No tiene nada de extraordinaria, apenas el recuerdo de una ternura y cariño que comenzó por las calles del Centro de Lima y que ahora subió a los cielos. Andamos jodidos en estas horas. Solo la memoria nos devuelve la calma.

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