They call me ‘The Seeker’ I’ve been searching low and high I won’t get to get what I’m after Till the day I die
Pete Townshend y The Who
No era solamente Julio Cortázar el que escribía de encontrar el agujero en la pared, la luz que pasa por entre las palabras, la posibilidad de otra existencia aquí, en el mundo, distinta de la que nos habían enseñado y más trascendente, más enaltecida, más humana. No solamente la imaginaban muchos de sus personajes, desde el músico Johnny Carter –el Perseguidor, primo o quizá padre del Buscador de Pete Townshend– hasta el profesor Morelli, más inteligente que todos los otros personajes de Rayuela y capaz de resumir sus aspiraciones en una sola página, en uno de los capítulos menos frecuentados y más imperecederos de la novela.
No: el tiempo de Cortázar, la cima de su fama y de su potencia creativa, fue el tercer cuarto del siglo XX, que comenzó con el jazz y terminó con el rock and roll. Los sueños utópicos de la Ilustración no sólo inspiraban a todas las facciones de la política del Occidente sino que daban la impresión de ser más fuertes que nunca, de estar a punto de cambiar realmente la vida del planeta entero. The Who estaban al lado de los Beatles y sus invocaciones a través del universo, de Philip K. Dick y Timothy Leary, de quien quiera que haya inventado en París, en mayo de 1968, aquella consigna famosa: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. El espíritu de una época siempre está por todas partes, evidentemente, pero no debe ser tan común en la Historia humana que se manifieste de tantas formas tan diversas y enérgicas como entonces.
Julio Cortázar estaba en una compañía numerosa, pues… Y, sin embargo, esto no disminuye el tamaño de sus logros. A lo largo de 26 años, entre Final del juego (1956) y Los autonautas de la cosmopista (1982), él lo dijo más y mejor que nadie, al menos para quienes lo leían en español: incluso si la insatisfacción con el mundo no tenía remedio, y ni siquiera podía acabar de articularse con palabras, de todas formas había que aventarse de cabeza en ese pozo negro del malestar y la duda, para no perder la dignidad ni ante la ruina misma o –si había suerte– para salir del otro lado, de algún otro lado, transfigurado o transfigurante, aunque fuera sólo por un momento. Para escapar de la ilusión del mundo hacia la realidad, que es mucho más vasta que aquella porción de la experiencia cotidiana a la que damos ese nombre y que nos aterra porque nos reduce: nos confronta con nuestra finitud y nuestra pequeñez.
Éste es un centro de la obra de Cortázar que no se toma mucho en cuenta hoy. En él se tocan su militancia política y sus narraciones visionarias, sus traducciones de Poe y sus experimentos novelescos. Éstos no son tiempos en que esa introspección, esa búsqueda filosófica y vital, sean muy populares. No lo son ni siquiera las personas que se dicen más fieles y devotas de Julio: un elevado número de ellas lo tiene únicamente como autor de la tipología del carácter humano –cursi, simplísima –que nos divide en cronopios, famas y esperanzas y nos invita, invariablemente, a decir que somos de la primera categoría, porque los estirados y los imbéciles son siempre los demás.
Pero reducirlo a eso es apenas peor que tenerlo sólo como autor de prosa engagée y rebasada, “cuentos fantásticos para antologías”, juegos literarios de mérito disparejo o poemas un poco peores (todas las descripciones anteriores son moldes incompletos, injustos, en las que se intenta calzar a la fuerza al escritor y a su legado). No importa que su centenario encuentre a Cortázar en este sitio raro: que sus traducciones, alguna vez abundantes y difundidas, ahora intenten abrirse paso por las librerías de usado de Europa y América, ni que en su propio país, Argentina, más de un autor haya decidido utilizarlo como víctima para el sacrificio y preguntar, con asombro verdadero o fingido, por qué se le sigue leyendo.
Esa gran pregunta de Julio Cortázar –cómo volvernos a encontrar en la existencia: cómo escapar de las falsas oposiciones que nos fuerzan a perdernos en ella–sigue necesitada de una respuesta, o de las muchas respuestas que puedan formular quienes se acerquen, uno por uno, a ella, como está en los libros del escritor. En los mejores de ellos –en varios momentos de sus novelas y en varios de sus grandes cuentos– la cuestión escapa de cualquier reducción fácil: “Axolotl” no es nada más la historia de una metamorfosis sobrenatural, por ejemplo, así como el concierto de Berthe Trépat en Rayuela no es sólo una burla del esnobismo o la mediocridad. En ambos está otro aspecto del misterio del mundo, que actualmente nos guiña en el horror y la banalidad de la violencia, pero que también se puede hallar en “Ahí pero dónde, cómo”, con su reflexión desesperada acerca de la muerte; en “Instrucciones para John Howell” con su ritual que se confunde con representación que se confunde con el crimen; en “El ídolo de las Cícladas”, con el monólogo torpe del iluminado; en el descenso literal al inframundo de Rayuela, cuando Oliveira va al depósito de cadáveres; en la argumentación ridícula y la conclusión devastadora de Los autonautas…
Es cierto que estos pasajes –una palabra favorita de Cortázar: los trayectos y descubrimientos interiores, en general indescifrables, siempre misteriosos y tremendos, de sus mejores personajes– no son experiencias que puedan reducir el sufrimiento de los seres humanos menos favorecidos, las injusticias sufridas por grandes poblaciones ni los abusos de los poderes fácticos; de hecho, tal vez nada en la literatura pueda conseguirlo, pero Cortázar fue también congruente en esto con el tiempo en el que vivió, y acabó renegando de esas búsquedas, que le parecían más del yo que del tú, o del nosotros, como llegó a decir, aunque jamás las abandonó del todo. Quiso alternarlas, en la medida de sus fuerzas, con una escritura más comprometida: quiso ir del fotógrafo indefenso ante lo inefable de “Las babas del diablo” a los revolucionarios un poco inverosímiles del Libro de Manuel, y también de la literatura a la acción política directa. Se pueden discutir largamente estos pasos y la valía de los textos que se derivan de ellos: no se puede negar que Cortázar siempre recordó que era un artista y no cedió jamás a las tentaciones que quisieron llevarlo más allá: que era consciente de sus limitaciones aunque su temperamento lo obligaba constantemente a intentar superarlas.
Se debe aquilatar los errores o las ingenuidades de sus ideas, en especial en sus últimos años; se debe preguntar por el modo en el que trata a sus personajes femeninos y por el traspié que representa su meme –diríamos ahora– del “lector-hembra”; se debe hacer con su trabajo el balance y la depuración que toda obra grande merece, y que ha de pasar tanto por los lugares en los que Cortázar se encontró a sí mismo como por aquellos en los que se perdió. Pero no se puede hacer a un lado que esa obra es grande: todavía mejor, lo es de modo elusivo, misterioso, risueño y a la vez siniestro, que no depende de nuestras capacidades o intereses presentes.
Casi con seguridad nos sobrevivirá e incluso podrá tener, en algún otro momento de la Historia, lectores mejores que nosotros.
(ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA LIMA GRIS NÚMERO 8)