Hace un par de meses llegué a Piura cargado de libros en la espalda y lo primero que hice fue buscar al poeta Tomás Ruíz fallecido en 2001, sabía que estaba en el cementerio Metropolitano, pero no sabía más. Así que llamé al librero Ángel Izquierdo Duclós quién me dio las coordenadas, primero me dijo que estaba “de frente pasando cuatro cuarteles y había que hacer un giro a la izquierda y de ahí a la derecha, casi al centro, ahí es”. Y así lo hice, pero no encontré nada. Lo volví a llamar y me dijo que se comunicaría con el poeta Efraín Rojas, que él sabía la dirección, y que esperará a que me diera las nuevas instrucciones. Me volvió a decir casi lo mismo, pero no había dirección exacta. Como no encontraba la tumba, un florista, un hombre recio y fornido me dijo que me podía ayudar y así nos pasamos varias horas buscando dónde yacían los huesos de mi buen amigo Tomás.
Quiero apuntar que, con mis libros en la espalda y con un paquete de flores en las manos, no quería rendirme y me daba mucha tristeza no poder decirle unos poemas que traía conmigo y dejarle ese humilde presente a quien fue uno de los baluartes más importantes de la generación del noventa y no solo como poeta sino también como director en jefe de Camión Editores.
Y antes de rendirme, me senté en una banca desvencijada y saqué mi celular, de repente en Google encontraría algún dato para no irme derrotado. Y grande fue mi sorpresa cuando presioné “Entierro de Tomás Ruíz” y lo primero que encontré fue un poema de este vate a quién algún día le ofrecí posada en mi casa y lo salvé un tiempo de esa falsa justicia que lo perseguía por haber ganado un concurso de poesía política. El poema decía: “… no busques mi tumba / Estaré en una pared en ruinas / en una mano anónima que sale del fondo de la tierra / en aquella curvada y larga calle / de pie en la puerta del mar”.
Lo cierto es que nunca llegué al nicho, encontré a otros Ruiz y otros Tomás, pero a Tomás Ruíz Cruzado no y me fui a la playa donde un montón de niños jugaban con la arena y se lanzaban agua en la cara. El sol bronceaba los cuerpos de los demás veraneantes y unos señores tomaban cerveza o chicha. Y ya tenía que irme, otra ciudad me esperaba y tenía que cumplir con obligaciones familiares.
De pronto, mientras me sacudía la arena de los pantalones, un niño se me acercó, tenía esa mirada profunda que no pude identificar en el momento, y me dijo ¿por qué está triste, señor, se la ha perdido algo? y se fue corriendo perdiéndose entre la arena, las carretillas y la tarde que arreciaba. Mientras unas gaviotas dibujaban arabescos en el aire.
Ya cuando iba a subir al bus directo a Montañitas-Ecuador, recordé que esa mirada del niño era la misma mirada del adolescente poeta que me presentó Izquierdo Duclós en La Tacora de Lima, entre ladrones, carteristas, locos y drogos, un día de invierno y llovizna hace casi treinta años. Una mirada de un hombre inocente con el corazón en la mano, una tristeza infinita y que amaba a la poesía tanto o más que su propia vida.
Nunca te vamos a olvidar, poeta de hierro Tomás Ruiz Cruzado.