“Brindis, bromas y bramidos”, lo último de Fernando Morote
Escribe Santiago García Tirado
La madurez en literatura es un momento objetivable, y se puede señalar sin temor a equivocarse: es aquel en que los lectores disfrutan de una manera inesperada y multiorgásmica de sus autores de referencia. Pensaba en esto ahora que leo el nuevo libro de relatos de Fernando Morote, al que sigo como lector desde sus Polvos ilegales, agarres malditos (Bizarro Ediciones, 2011) que tan buenas sensaciones me había transmitido.
En su nueva propuesta narrativa, Brindis, bromas y bramidos (ArtGerüst, 2013; también en ePub) Fernando Morote confirma ese estado de gracia que les describía al principio. Sus nuevos relatos continúan la tónica anterior, con construcciones que funcionan como pequeños artilugios perfectamente trabados de los que el lector, fascinado, no quiere salir, ni cuando acaban; y así le ocurre, un cuento tras otro. De nuevo encontramos esa narración dúctil, astuta, que es marca de la casa, una forma de narración en la que el lector se encuentra cómodo y se abandona al relato, sin que apenas sea consciente de la medida en que le exige estar en estado de máxima alerta si no quiere perder detalle. Todo eso, en efecto, vuelve a aflorar en Brindis, bromas y bramidos, consolidado y optimizado por un nuevo aliento narrativo que supone en la práctica un progreso en la obra del autor.
La temática, sobre todo la temática, evidencia esa conquista de un nuevo nivel. Morote, en estos relatos, se mira a sí mismo (punto 1), mira al Perú, su país (punto 2) y mira a su vocación artística (punto 3), lo que de alguna manera podría reducirse en un solo ítem, el momento de la madurez en el que un autor se empeña en la persecución del sentido. Hay aquí grandes relatos que pueden ser otros tantos modelos en cada uno de esos apartados.
Así pues, la mirada sobre sí mismo deviene siempre un ejercicio de bonhomía en el que no puede sino acabar riéndose de sí mismo (el comienzo de la sabiduría, como se suele decir). “Totus tuus”, o “Mariconada de alto vuelo”, pero sobre todo “Funesta Fantasía inFeliz” son ejemplos redondos de esa forma irónica de enfrentarse al espejo para poner en solfa al hombre, al escritor, a las encontradas partes que son el saldo de la madurez. Con la autoestima en un momento medio aceptable, las ilusiones bajo mínimos, las esperanzas cotizando a la baja, Fernando Morote recuerda la autoflagelación humorística de los relatos de otro peruano universal, Bryce Echenique.
En otro bloque temático encontramos la visión del Perú (la visión de la patria) que el emigrado necesita encarar con dignidad si es que ha aceptado inquirir su propia identidad. En “Enfermo que come no muere”, en “Flexiones dentro del ómnibus”, incluso en la fabulación nostálgica, con fútbol incluido, de “Sin pena no hay gloria”, Morote recuerda a toda esa pléyade de autores peruanos que, aunque tuvieron que marcharse del país, fracasaron en extirpar del todo esa huella (pienso en Vallejo, pienso en Vargas Llosa, pienso en el caso clínico de Bellatin). Son relatos divertidos, pero menos, relatos ganados por la nostalgia y, más aún, por el desaliento cada vez que el autor se plantea la necesaria regeneración del país. Son un puñado de relatos que logran conmover al lector español; nuestra experiencia en ese aspecto es tan larga al menos como la peruana.
La vocación artística conforma el tercer bloque temático, y ahí encontramos una afirmación clara de la voluntad creadora del autor (“Quiero ser artista”, dirá por teléfono a un número escogido al tuntún). Destaca aquí el relato “Pájaros madrugadores”, en el que el protagonista se encuentra fortuitamente con un antiguo amigo escritor y comienza un repaso a la (triste) historia de la literatura peruana contemporánea. Para rematar, el propio Morote consigna en forma aforística lo que podría considerarse su definición programática en tanto que escritor.
Un último bloque, el que acabará siendo epítome de todos los anteriores, es el que coloca a la memoria como tema de fondo. La mirada al pasado, al origen, deja de ser un ejercicio lastimero par convertirse en parte necesaria de la indagación en la propia identidad, incluso la literaria. Así lo vemos en relatos como “Zapatitos de charol” (memoria y de nuevo el humor a partir de la propia imagen), en “Lucas” (sobre el nacimiento de su hija, ya en Nueva York), pero de manera sintomática lo encontramos en “Pichula de oro”, el retrato de una mujer de carácter a la que el autor reconoce como un referente, como un modelo (se trata de un antepasado, y no diré más), el argumento irrefutable de que otra forma de estar en el mundo (triunfal, pletórica) es posible.
Una recriminación al autor para terminar: Fernando Morote se prodiga poco. Otros muy flojos se difunden mucho, pero Fernando Morote peca de discreto, y peca contra sus lectores. Debe ser consciente de ello. Pero hablaremos de eso en otro momento. Hoy hablamos de su nuevo libro y toca celebración y brindis, con todo el añadido que el título propone, y al que le deseamos mucho éxito. La madurez de Morote propicia estados eufóricos en sus lectores, que hoy estamos de enhorabuena. Multiorgásmica, por supuesto.