Ni el ruido de batalla proveniente de las tribunas, ni la sensible emotividad de recordar a Neymar, despeinaron a los teutones. Fue obvio que salieron conscientes de que debían resistir el embate inicial para luego desplegar su juego.
El cataclismo empezó antes del primer cuarto de hora. Los infantiles errores en la defensa brasileña –un campo muerto y desierto- permitieron a los atacantes germanos realizar, a ritmo de entrenamiento, una variedad inagotable de trazos geométricos que desembocaron en una andanada incontenible de goles.
Después del descanso, la única estrategia posible para Felipao era evitar más caídas y marcar por lo menos el tanto de honor. Desafortunadamente sus seleccionados carecieron de aplomo para sortear la profecía de la Copa Confederaciones: quien la levanta el año previo, nunca se corona campeón del mundo en el siguiente.
Fue un patético espectáculo en el que se batieron un par de récords nada despreciables. Por un lado, el delantero alemán Miroslav Klose, con 16 anotaciones, se convirtió en el máximo artillero en la historia del torneo. Por el otro, la peor humillación futbolística recibida por Brasil, sucumbiendo 6 a 0 a manos de Uruguay en el sudamericano de 1920, fue superada por el 7 a 1 de esta tarde.
Las lágrimas inundaron el Mineirao desde muy temprano. Lo que hizo recordar de inmediato, por una cuestión de instinto, el Maracanazo, Y llegar a la conclusión de que a los cariocas no les conviene ser anfitriones. La tragedia ronda su casa como un ladrón resuelto a robarles la alegría.
A fin de consolarlos, y a riesgo de revolcarse en un eufemismo miserable, quizás valga citar lo que esos pastores evangélicos, famosos en la televisión de madrugada y compatriotas de Pelé, suelen predicar sin pausa: “Pare de sufrir, pare de sufrir”.
El certamen, gracias a Dios, terminó para el ¿“scratch”?