Qué gusto daba hablar con Amadeo Agusti, caminar con él por la ciudad mientras endulzaba Lima con rastros de envolturas de chocolate. Amigo de la noche que siempre tenía una sonrisa, y aunque era catalán nunca le faltó el sentido del humor hasta para prestármelo. Hoy que te fuiste te recuerdo en estas, mis pobres palabras, alimentadas a pan negro. Recordar es volver con el corazón los pasos de tu camino. ¿Cuántos pasos se dan en 87 años caminando? El porvenir es largo para quienes todavía seguimos andando. Adeu, Amadeo.
Son las 5 de la tarde en las puerta del sol
Con sus clásicos Marlboro rojo que me invitaba como quien convida dulces, Amadeo era ante todo un hombre bueno. Alto y flaco como un Don Quijote, pero afeitado a veces y otras no, vestido de traje con un pañuelo en lugar de corbata, tenía dedos de pianista y le gustaba ir a jugar al casino. Hay que saber perder para ganar. Porque quien pierde, gana.
Amigo de los cafés con terraza, cuando no hacía frío, creció en una época peor que difícil. “Cuando tenía dos años o tres, recuerdo, aunque no se si es algo que vi o que me contaron después, a mi padre abrazar a mi madre en la puerta de la casa y partir a la guerra. Fue la única vez que lo ví”, me contó Amadeo hace tantos años en un día que pudo ser hoy.
Amadeo, como todo español de su generación, era un hijo de la posguerra, del estraperlo, alimentado a base de cartillas de racionamiento, pan negro y hambre. Sin azúcar, pero siempre con una sonrisa. La suya fue la generación de hierro y él, su más dulce metal. “Nunca pudimos enterrar a mi padre, solo simbólicamente, pues nunca encontraron su cuerpo. Murió en la batalla del Ebro”, me decía con tranquilidad, con esa paz que se alcanza cuando se sabe que ya todo eso es Historia. No era que su padre fuera anarquista de la CNT o comunista de la FAI, era solo que le tocó estar donde le tocó, y llamaron a las armas a ese hombre todavía joven que seguramente no sabía de política y menos de guerra. En fin, un rifle al hombro, y el resto es Historia Universal. Entonces le crió a Amadeo su madre, tempranamente viuda, y un tío de Castilla que era Guardia Civil, del otro bando, porque ni modo, cuando las guerras son civiles, te toca donde te toca, y ya está.
“Lo que sí recuerdo bien fue cuando ví entrar a Franco en Barcelona. Franco, montado en su caballo blanco junto a su guardia mora, y el silencio de la gente a su paso”.
Entró a estudiar en el colegio de los padres escolapios, buenas notas, y alguna vez, en una huelga porque subieron la tarifa del tranvía, tiró piedras como protesta. “Nosotros los barceloneses fuímos los únicos que le hicimos una huelga a Franco. ¡A Franco!”. Con los años mejoró la situación, entró al Ejército a hacer “la mili”. Allí alguien le enseñó algo que le sirvió toda su vida; y yo, que tomo las palabras de inmediato, las coleccioné: “a dónde, por dónde, cómo, cuándo y, lo más importante, con quién”.
Son las 9 de la noche en La Gran Vía
“Estaba en Francia conduciendo un Peugeot que tenía que vender, entonces en una parada voy y me meto en un bar, y alguien al lado de la barra me escucha hablar en español y se acerca a mi. ‘Te invito una cerveza’, me dice, ‘yo te voy a enseñar qué pasó realmente en la Guerra Civil’».
Debía ser por 1970, un año arriba, un año abajo, cuando Amadeo viajaba a Lima en un barco trasatlántico. Ya estaba casado con la bella y elegante Susana y tenía un hijo, Lito, que luego sería un académico y pintor. Era entonces su hijo un bebé, y el capitán del barco invitó a Amadeo y a su familia a su mesa, en honor al recién nacido.
Un nuevo país, una nueva vida. “Yo recuerdo que vi llover en Lima. Nadie lo cree ahora, pero es cierto, en Lima llueve, solo que cada cincuenta años, como si todo lo que no llovió se desmontara de golpe. Pronto ya llueve”.
Son las 12 de la medianoche en Lima
“Iba en el coche, debía ser por la Alfonso Ugarte, era de día, cuando de pronto me robaron el reloj que me acababa de regalar mi jefe”. Esa pudo ser una primera impresión de Lima, algo brusca pero honesta de una ciudad en la que o te íntegras o te vas. Pero como Amadeo tenía sentido del humor, supo integrar la ciudad a su vida.
Su hijo creció, Amadeo siguió con sus negocios y un día nos conocimos. El problema de tener amigos es que, cuando eres muy joven, como era yo entonces, crees que la amistad durará para siempre. Como si los amigos fuesen para siempre. A mis amigos los cuento con los dedos de una mano, y me sobran dedos. Ahora me falta un dedo, y hace mucho que no fumo un Marlboro rojo.
Caminando por Miraflores, de noche, comiendo su chocolate Milky u otro de La Ibérica, porque ya ni modo, Amadeo se fijaba en los postes, y en estos alambres que abundan pegados al poste y al suelo de un extremo a otro formando una diagonal, y lo que hacía Amadeo era agarrar el envoltorio del chocolate para amarrarlo al alambre este formando un moño a la altura de los ojos. “Para que, cuando alguien mayor pase por aquí de noche, no se choque con el traste este”. A Amadeo le preocupaban siempre los demás.
Trabajando hasta tarde, desde su computadora enviando correos electrónicos, reenviando mensajes, con el horario de Europa, trabajando cuando al otro lado del Charco despiertan, y seguir de largo. A veces viendo la posibilidad de la importación de una sierra eléctrica para ladrillos que hacen en Suiza. Cuando caminaba a su lado, no dejaba de señalarme las grúas que florecían por toda la ciudad durante nuestro boom inmobiliario. “Esa grúa es española, la traen de tal ciudad”, y así iba contando las grúas de una ciudad que crece para arriba, con la alegría del niño al que no le molestan los cambios porque ve oportunidades. A Amadeo le encantaban las oportunidades, los chocolates, las buenas conversaciones y los chifas donde comer tarde, hablar de política y de historia. Pero, sobre todo, le importaban las personas. Alguna vez, ya antes del final, no hace mucho, este año, al comienzo, cuando ya no salía de casa o salía muy poco como para vernos, le llamé por teléfono, le presente a Kareen, conversaron un rato, se entendieron tan bien, supo que era buena y ella supo de inmediato que él era sabio. “Gracias, maestro” le dijo Kareen al despedirse. Quedamos para que un día la conociera. No pudo ser. Ahora el mundo es un poco más triste, se siente más vacío y ya no hay quien amarre envoltorios de chocolate en los alambres que pueblan la ciudad. Pero queda la esperanza que nos compartió. “Perú aún no ha cambiado. Cuando llegué, Pensé que cambiaría en cuarenta años; han pasado cuarenta años y todavía no ha cambiado, creo que en cuarenta años más habrá cambiado”. Supongo que es cuestión de paciencia. “Hans, siempre recuerda lo más importante: con quién. Y ten paciencia”.
Hace muchos, muchos años, había un niño en Barcelona al que le gustaban los chocolates.