Arrellanado en esa banca, recordé el día que vine con mi abuelo a ver por primera vez la escultura del héroe de Arica; él había venido a Lima con la abuela a pasar con nosotros las fiestas patrias, yo tenía entonces trece años y aún estaba en el colegio. Una mañana me preguntó si había visto bien al Bolognesi del monumento; la verdad era que no, pasaba todos los días por ahí con Víctor y sus hermanos camino al colegio, pero nunca había cruzado con la intención de ver la estatua. Entonces por la tarde me acompañarás a verla, me dijo al enterarse de que no lo había hecho. Fue una tarde fría de invierno, con esas chiribitas de agua que parecen demorar una eternidad en caer al suelo para apenas humedecerlo, pues hasta la más leve brisa las arrastra a voluntad, eso que los limeños llaman garúa porque sería una hipérbole llamarla lluvia; una tarde en que la neblina, que en Lima nunca llega a ser niebla, se podía rozar con la punta de los dedos creyendo tocar el cielo; en resumen, una tarde de esas en que juntas, garúa y neblina, llamaban a la tristeza, pero eran incapaces de asentarnos en la melancolía.
El abuelo y yo cruzamos desde Alfonso Ugarte hasta la plaza para ver la escultura. En realidad, no estaba interesado, pero me gustaba estar con el abuelo; cuando estábamos solos solía, y aún lo hace, hablarme en un tono grave y solemne, como si lo que me estuviese diciendo fuera un encargo que yo debía guardar y trasmitir; “esto es algo que tienes que enseñarles a tus hijos, cuando los tengas, Alberto”, solía ser siempre la frase con la que concluía sus parlamentos. Yo recuerdo muchas de las cosas que me contó, al principio solo las retenía en mi memoria, pero con el paso de los años las fui comprendiendo y comprobando cuánta razón tenía. Pero lo cierto es que esa tarde fría de invierno yo estaba frente al monumento observando la escultura de Bolognesi porque el abuelo había prometido llevarme a tomar después chocolate caliente y bizcocho con pasas en el Parisi. ¿Qué opinas?, me preguntó luego de un rato. A mí me daba pena. La cabeza gacha, el mentón pegado al pecho, la mano izquierda sobre una herida recibida a la altura del corazón, aferrando la bandera con el brazo izquierdo y empuñando aún la pistola en la mano derecha con el cañón apuntado al suelo, el Bolognesi de la estatua parecía estar a punto de desplomarse. Se lo dije.
“Esa escultura no simboliza a Bolognesi, simboliza más bien a los que perdieron la guerra. Escúchame bien, Alberto, hubo tres pares de cojones que nos salvaron del oprobio de esa guerra: los de Bolognesi, los de Grau y los de Cáceres. Y a un hombre con los huevos bien puestos no se le representa así, exánime, a punto de caer a tierra, porque los seres como ellos jamás pueden ser abatidos, escogen la muerte como un acto de dignidad, la de no sobrevivir a la derrota; Cáceres hubiese escogido el mismo destino, pero la historia no le dio esa alternativa, a él no le quedó otra que resistir y así hizo. Las muertes de Bolognesi y Grau cayeron como una maldición sobre los culpables de la derrota; porque los chilenos no ganaron esa guerra, la perdimos nosotros, esa es su vergüenza; la gloria de su sacrificio, sobre los que se jamás se rindieron. Y son cojones los que les han vuelto faltar a los descendientes de los que se rindieron y sobre ellos ha caído ahora un nuevo baldón, el de haber perdido Arica por segunda vez. Confío que en el futuro vuelva a nacer otro soldado con los cojones necesarios para recuperar lo que nos pertenece, eso yo ya no lo veré; espero que tu sí, hijo. El Perú se jodió cuando Pizarro trasladó la capital a Lima, pero hay que ser jaujino para entenderlo. Esto es algo que tienes que enseñarles a tus hijos, cuando los tengas, Alberto. Vamos a tomar una taza de chocolate para calentarnos un poco, hasta el frío es malo en esta ciudad.”
(Fragmento del libro «El carnaval de los espíritus, 1939». Una novela histórica/policial de Mario Suárez Simich)