No entienden el premio nobel, dicen. No conocen a Bob Dylan, dicen. No saben nada de poesía, dicen. Que hay que entender que, en un inicio, las artes y las letras estaban revueltas, dicen. Que Bob Dylan es poeta incomprendido que ha luchado por nosotros, dicen. Que hay que rebuscar en las letras de sus canciones para encontrar la luz, la iluminación y la ataraxia, dicen. Y más bla, bla, bla para justificar un premio Nobel de literatura que no tiene pies ni cabeza y que ha caído en el descrédito, el escándalo y la pérdida del sentido de un galardón que, se supone, es el más importante del mundo.
Pero claro que sabemos que la música, y las letras en especial, han tenido una evolución y en el Medioevo, cuando se hablaba de “artes liberales” (propio de los “hombres libres” en contra de las “artes serviles” que devenía de los “oficios viles y mecánicos”) la música se consideraba como parte de los números y se estudiaba dentro del Cuadrivio que incluía a la aritmética, la geometría y la astronomía. Y la poesía se consideraba dentro del Trivio que comprendía a la gramática, la dialéctica y la retórica. O sea, que ya desde el siglo V-VII la poesía y la música, aún cuando dependían y se intersecaban una con la otra, transitaban por caminos diferentes: una se inclinaba por el papel o papiro y la otra por el instrumento musical. Y no se trata de purismos, se trata de entender, in estricto, las diferencias que hay entre un orador y un escritor o entre un rapsoda, un trovador, un juglar y un literato de lápiz y papel que produce libros.
Por eso, nos sorprende que la academia diga que Dylan «ha creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense». Y no nos diga dónde está ese acierto y/o renovación, dejando todo esto para la libre interpretación o el rebusque de ideas o de los pocos, poquísimos libros que ha escrito este trovador norteamericano. Cuestión que, pues, no sucedió cuando a T.S. Eliot le entregaron el premio y el jurado apuntaba: “Por su destacada contribución pionera a la poesía”. O en 1956, cuando de Juan Ramón Jiménez se dijo “por su poesía lírica, que constituye un ejemplo de elevado espíritu y pureza artística”. O Saint-John Perse “por el vuelo planeado y la imaginería evocativa de su poesía, que de una manera visionaria refleja las condiciones de nuestro tiempo”.
Bob Dylan es un excelente cantante y compositor de música folk y no un escritor. Es un poeta de la canción como Picasso y Pollock son poetas de la pintura o César Cueto es el poeta del fútbol peruano. Y claro que lo conocemos como redactor de casi un único libro: “Tarántula” publicado en 1971, después de su accidente de moto, un poemario donde nos habla de cómo duerme, cómo se baña o cómo se droga y como crea sus canciones. Y de su libro autobiográfico recién editado en 2004. Curiosamente muchos jóvenes y viejos poetas del mundo han usado sus canciones como epígrafes para sus libros —y yo no soy la excepción—como también a Charlie Parker, Édith Piaf o Carlos Gardel, etc., pero siempre sabiendo que la música tiene su propio espacio y también sus propios premios. No imaginamos, y ojalá esto fuera un equívoco, que en los premios Grammy de este año se premie a Haruki Murakami, el keniano Ngugi wa Thiong’o o el destacado poeta sirio Adonis por la música de sus textos.
Finalmente, para los hippies nostálgicos y hipsterosos en decadencia que creen que Bob Dylan sigue siendo el gran líder contracultural de los años sesenta, pues tendrían que saber que su fortuna no declarada asciende a varios cientos de millones de dólares. Y hoy en día, gana casi 50 millones al año. Y para los que creen que este viejo cantante que andaba con sandalias, un gorro viejo y una armónica colgándole en el cuello, no piensa en dinero, pues recuerden que en 2014 se divorció de su mujer Darlene Springs por haber despilfarrado 180 millones en lujos y excentricidades. “El lujo es vulgaridad” dijo y la echó a la calle. Algo que perfectamente se podría decir de él mismo.