Blancas son las hojas y las nubes, y blanca fue la música del corazón de Varela. Blanca espuma, blanca creatividad. Sanguíneamente llevó el arte como herencia de su madre y su abuela, ambas escritoras, y quién sabe si su bisabuela también transformaba el jugo de su mente en palabras. Es decir, de niña tuvo contacto con valses, canciones criollas y se formó cómo una joven intelectual, autocrítica y sensible. Nació frente al Pacífico y la presencia del mar recorre sus versos: “¡Oh, mar de todos los días,/ mar montaña,/boca lluviosa de la costa fría!” Según Breton, el Surrealismo fue una forma de aniquilar la monotonía y los límites mentales de la Modernidad: abrir las puertas del sueño como búsqueda de libertad. Sin embargo, a este infinito, añade lo terráqueo, los puertos y los seres, los objetos, las raíces. A estas, se agrega la relación con lo andino, con el Perú. José María Arguedas y César Moro, Salazar Bondy o Whestphalen, nutrieron su genio, que pudo incluso viajar, junto a su entonces esposo Fernando de Szyszlo, hasta Europa. Ahí vivió la soledad y el desarraigo, como una relación vital con artistas como Paz o Sartre y la intensidad del amor. En la primera poesía de Varela hay ese deseo, esa soledad, ese oleaje. Es una poesía anímica, de corte íntimo, que oscila entre la prosa y el verso: como Baudelaire se siente el hartazgo propio y de los otros. Después, encuentra el barro y la luz. La emblemática idea de “yo es otro” consigue una disociación: una es la voz poética y otra la personal. Se confunden, se alejan. No se divorcian. Leerla, por ejemplo, en entrevistas nos resulta impactante: con ajos y cebollas, destripa a falsos literatos, juzga su propio pensamiento: “Yo no creo que uno puede vivir exactamente lo que escribe. Si yo viviera como lo que he escrito, realmente sería una loca ¡imagínate! Porque yo escribo que soy un perro o cualquier otra cosa” La muerte de su hijo la devastó. Como Mariano Melgar, como yo, nació un 10 de agosto, en el año de 1926.
(Columna publicada en Diario UNO)