Los rábanos fulgentes. Ese era el atractivo de cada mesa. Una bandeja de rábanos encarnados junto a un pote de ají molido sobre los manteles a cuadros. Y la barra de maderos y las pizarras apuradas con el menú del día que empezaba a las once. Y los aromas de las prórrogas y ese tapiz de aserrín y los espejos de espantajos y los mozos sosegados y una cofradía de clientes que asentía ante la carta inflexible. Así era el Café Berlín del Centro de Lima, la taberna más extraña de mi mancebía. No obstante, aquella patria mía de inolvidables pasajes de mocedad en la otra banda, existe más que un retrato, en un contrato con mi memoria.
A unos meses de haber terminado la secundaria ingresé a trabajar a un banco que se ubicaba donde hoy se encuentra el Conservatorio Nacional de Música en el Jirón Carabaya. Pasé así de mi horrendo uniforme caqui escolar al traje azul marino con corbata con un toque añil que me lo compró una colecta familiar aprovechando el cumpleaños del abuelo Luis. Mis tías decían que me quedaba divino y mis primas me querían desnudar cuando apagaban las luces del japi berdey. No obstante, en esos días, yo sufría del mal del fuego. Mi espíritu más que mi alma se había ampollado. Extrañaba mis veranos en La Herradura y estar de cúbito ventral junto a la humanidad casi desnuda de Cuchita Salazar, el pecado del sur.
En aquel tiempo existía un júbilo popular porque la reforma agraria del general Velasco de aquel 24 de junio de 1969 le había quebrado el espinazo de una estructura agrícola semifeudal de esos hacendados que todavía habitaban social y políticamente en el siglo XVIII. Entonces se repetía: “Al hombre de la tierra le decimos con la voz inmortal de Túpac Amaru: Campesinos, el patrón ya no comerá más de tu pobreza”. El Perú había cambiado, cierto, y un tufo patriotero ocultaba la falta de bistec en casa y el inusitado gusto por las lentejas que de pronto se convirtió en una epidemia para mi bolo alimenticio.
2.
Transpiraba triste en aquellos días y un compañero de trabajo cayó en cuenta de mi pena digestiva. Una mañana me desafío a almorzar con esta sentencia: “Te sentirás en Alemania”. Dos horas luego avanzábamos al Jirón Ucayali 175, a un pellizco del banco, y de pronto ya estábamos instalados en una de las mesas más discretas –todas eran discretas, en realidad, a consecuencia de ese buqué de rábanos que le otorgaba un raro centelleo– del Café Berlín. Entonces todo fue distinto. Tremendas botellas de cerveza le dieron brillo a mi mirada y el ramalazo de rábanos al ají me devolvió mi júbilo intacto. Entonces pedí una bandeja de “Señoritas” de puro lujurioso y ahí mismo se lucieron las mejores conchas de abanico que había probado en mi vida, engrapadas a pícaros limones y a un rocío de ají que hacían de aquella fuente un tálamo redondo para practicar el salto del tigre.
A uno de los mozos le decían “Manolo”, quien impetuoso sugirió que nos embarcáramos en un Estofado de ternera. Mi amigo ya me había adiestrado en una máxima del Café Berlín, que a los dependientes no se les contradecía ni así te ofrezcan la horca. Mi amigo siguió disertando sobre las bondades del antro y mientras devoraba su estofado dijo que era tal como el famoso plato berlinés Rinderbrust aunque era cierto, denunciaba la falta del puré de guisantes como era costumbre en la ciudad alemana a la manera del “Unter der woche” –así lo pronunció en perfecta jeringa germana– mientras pedía otra media hora de cervezas.
Fue un almuerzo memorable por la arquitectura tierna de aquel recinto donde pude probar la generosidad de esa cocina entre clásica, casual y popular. Así, desfilaron durante la tarde las Patitas de cerdo en escabeche, los nabos al estilo Brandeburgo, las salchichas currywursts y el chucrut que fueron cómplices de las meriendas criollas que nos obligaron, ya cuando andábamos por la quinta in media res de pisco –que así se dice en latín acholado cuando los relatos comienza en mitad de la historia– a matar a una vez más a una querida tía abuela como pretexto para no regresar al trabajo. Mi amigo se llama Armando Cruzado Sánchez, hoy extraña al Café Berlín como yo lo extraño a él y a esa memoria que me hizo regresar a ese inolvidable paraje limeño de los recuerdos
3.
Hace unos días retorné al que fue el Café Berlín. El sitio tiene un corte a comedero de campamento militar y lleva el nombre de Restaurante Anita’s. Sí, igual que tantos otros establecimientos donde se oferta el Menú ejecutivo, esa jamancia ciudadana del tragadero rápido, a 10 Soles, con sendos televisores de pantalla plana donde se ve obligatoriamente el programa “Amor, amor, amor”, ese bodrio de la telebasura nacional y donde todo empieza con la abrumada Sopa de la casa y termina con un letárgico Arroz con pollo con papa a la huancaína, todo en concierto con esa bazofia estructural de la cultura 4×4. Termino, no todas las ciudades tienen memoria, solo algunas –como Lima— se fundan en su mención y su repaso.
De la sección LOS RIÑONES DE JOYCE del libro La CAZA PROPIA.