Lo llamé. Sólo sabía que Marcha, aquella mítica publicación uruguaya que yo veía en los ojos de mi padre leyéndola, estaba de vuelta. Habían pasado doce años desde que la cerraron por decir que una dictadura no era dictadura, es decir, por publicar la verdad. En un comunicado, los “salvadores” de la patria, “acechada” por el comunismo prohibían adjudicarle intenciones dictatoriales al golpe. “No es dictadura” tituló Marcha y sus páginas se cerraron.
Pero ninguna oscura dictadura de pesadillas
puede matar los buenos sueños por siempre, porque, aunque entre muertos viven,
entre botas y bayonetas, con miedo sí, clandestinos sí, agazapados sí, pero
listos para saltar al menor resquicio. Solo se repliegan en el dolor de la
injusta humillación de la cárcel, del exilio, en la tristeza de la nostalgia,
pero incluso ahí, aunque tristes, siguen vivos, sobreviviendo, esperando,
cantando bajito.
Y la dictadura se acabó, entonces volvimos a
dormir y despertar sin miedo, y a seguir soñando.
Yo, por ejemplo, con ser reportero gráfico,
y que mejor que empezar en Marcha.
No conocía a nadie, solo tenía una
referencia, Benedetti –imaginé que él tenía que estar en este proyecto–. Busqué
en la guía de teléfonos y me pregunté si la dictadura que había prohibido sus libros
había podido sacarlo de la guía telefónica.
No, ahí estaba. Benedetti, Mario. Y llamé. Y
él me atendió, no fue necesario que me lo dijera, reconocí su voz desde los
casettes clandestinos que escondíamos con temor en su ausencia. Porque para
nuestra generación no era Benedetti el de los cuentos de oficinas
montevideanas, ni el que le escribía al amor casi empalagando, aunque “Te quiero”
me gusta,
Tus manos son mi caricia,
mis acordes cotidianos;
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor, mi cómplice, y todo.
Y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada;
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro.
Tu boca que es tuya y mía,
Tu boca no se equivoca;
te quiero por que tu boca
sabe gritar rebeldía.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo.
Y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Y por tu rostro sincero.
Y tu paso vagabundo.
Y tu llanto por el mundo.
Porque sos pueblo te quiero.
Poemas de otros (1973-1974)
Sino al petiso guerrero que denunciaba a los
militares, al torturador, el que dignificaba al torturado, y reclamaba por los
desaparecidos.
“¿Cómo está señor?, sé que sale Marcha” le dije desde mi joven atrevimiento,
“soy fotógrafo y me gustaría participar”.
“Vaya
y hable con Carlos Núñez, él es el secretario de redacción” y me pasó la
dirección: Av. Uruguay 844.
“Gracias y por favor, no se muera nunca” me
despedí.
Debe haber sonreído supongo, porque las sonrisas no se escuchan.
Y allí fui, dejé mis fotos y un número de
teléfono, regresé a Maldonado, en el interior, donde vivía. Me llamaron y hace 33
años fui uno de los que tuvo el honor de fundar Brecha (así se llamó), para quien ahora escribo de vez en cuando.
Nos cruzábamos por la redacción sin hablar.
Por esos primeros años me saqué una foto con él, no le hablé de la llamada que le
hice y que me dio la oportunidad de empezar a andar por la vida apretando un botoncito
aprisionador de momentos. Lo más probable es que no lo recordara, solo me puse
al costado.
El 17 de mayo de 2009 murió Benedetti y yo
estaba en Lima, donde vivo. Era un día gris, como casi todos los días, ese día
fue más. Se celebraba el centenario de otro compatriota tan ilustre como Mario,
y tan ilustrado: Juan Carlos Onetti. El
Centro Cultural de España había organizado unas conferencias donde participaba
Mario Vargas Llosa, por el lado albirrojo y Ana Inés Larre-Borges y Pablo Rocca
por el celeste. Fui para saludar y conversar con ese par de uruguayos que
conozco de mucho tiempo y que sobre todo me iban a dar noticias de primera boca
de lo que pasa allá, es decir datos con emoción, con gestos, con miradas, con
voz. Es decir, noticias sin @.
Y el espirituoso interés de saber si Pablo me había traído la
grappa que le pedí.
Eso fue un día antes, el 16, era sábado.
El domingo fue de ceviche con Pablo. Luego un pisco en el “Juanito”, el bar de Barranco, donde dejo, vivo y bebo con gusto y sin culpas, buena parte de mi vida, sin excesos, claro, es perjudicial para la salud. El pisco cerraba el encuentro. En ese domingo sabía que Benedetti estaba mal, todos lo sabíamos, pero creíamos o queríamos que solo fuera un ortográfico paréntesis para que el viejo le metiera una coma y siguiera escribiendo. Y de Mario hablamos con Pablo, y me contó de sus estadías en Madrid en la casa del escritor mientras bebíamos en la barra del bar.
Al rato cruzamos la calle rumbo a la plaza y
Ricardo Hinojosa, periodista y dj en las madrugadas, que por ahí pasaba, se
acercó y nos saludamos con un abrazo.
¿A dónde vas?
“A
leer poemas de Benedetti al Piselli, acaba de morir” respondió, y se fue. Y lo
sentí. Cada vez que se muere un referente te morís un poco, aunque lo hayas
conocido solo de refilón, viviendo lejos y el compartir el mismo pasaporte se
transforma en un vaso sanguíneo que te hace casi hermano, por lo menos amigo,
aunque solo lo sientas vos.
Pablo no lo escuchó, estaba a unos metros.
“Che, murió Mario” le dije y no dijo nada, creo que los dos miramos al suelo,
buscar su alma en el cielo, al que ya había renunciado en carta al comisario,
hubiera sido una falta de respeto.
No hablamos mucho, lo acompañé a su hotel.
Allí me encontré con Ana Inés, mi otra
compatriota, que compraba chompas en la tienda. Tras un beso se lo dije: “Inés,
murió Mario” y claro, en esos días para los uruguayos, Mario era uno solo.
“Salí de acá, vamos afuera” me dijo
llevándome del brazo y yo no entendía por qué.
En el patio me contó: La señora que atiende la tienda acaba de darme una
carta, dice que es pariente de Benedetti a quién no conoce, y que ojalá le
llegue, por qué cada vez que escribe, el destinatario se muere… que hago, ¿se
lo digo?
¡No! respondí, que se entere mañana por los periódicos.
Pablo y Ana regresaron esa noche a
Montevideo. El Juanito cerró (después volvió a abrir), Mario es un recuerdo
entrañable y yo sigo acá, siempre pendiente de la llegada de algún amigo con
grappa. De la señora de la tienda, la pariente de Mario, no sé nada.
Cada vez que voy a Montevideo voy a Brecha. Me alegra ver que el rincón
donde se sacó la fotografía sigue igual.
Y Lima a veces es gris, tanto, que hasta puede llegar a albergar muertes ajenas.
(Texto publicado en la revista impresa Lima Gris 16)