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Bares de Lima / EL ASERRÍN DE LA MEMORIA

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 Para Marina Guimoye

1.

El mozo se apellidaba Broncano y trabajaba con la familia Cochella desde la fundación del mítico bar Palermo de La Colmena en el Centro de Lima. Broncano había atendido al pintor Sérvulo Gutiérrez de quien guardaba un retrato a tinta china y del recordado Víctor Humareda a quien le protegía sus secretos. Como un empleado cómplice de una buena taberna –y el Palermo lo era– Broncano sabía vida y milagros de media Lima. Y ahí estaba siempre puntual, siempre atento y era de una prez de abolengo de mozos con historia en la antigua capital. Pero su encanto era mayor cuando uno lo observaba conversando con el poeta Martín Adán en la última mesa de la derecha. Martín Adán no hablaba con nadie y bebía solo un trago vaya uno a saber. Solo con Broncano sonreía. Solo a Broncano le contaba sus cosas, y qué cosas.

Los bares de Lima reúnen a personajes con leyenda e historia desde aquel Jardín Estrasburgo ubicado en los bajos del Hotel Morín en el Portal de Escribanos en la Plaza Mayor donde hoy se ubica el edificio del Club de la Unión. El restaurante, heladería y bar es considerado como uno de los locales fundacionales en este catastro de bares limeños y en 1897 fue escenario de la primera exhibición cinematográfica en el Perú.  La cinta fue traída por dos franceses: Demizol y Toblert y esa vez fue una exhibición que ofreció el Presidente de la República  don Nicolas de Pierola y que tuvo como invitados a casi toda la sociedad capitalina amén del Alcalde de Lima el General Echenique, el Prefecto de Lima y otros. Fue el Jardín Estrasburgo quien uso los afiches publicitarios a imprenta por primera vez donde se leía: “Vinos, licores y cervezas de todas clases, Lunch, Ambigu y Helados. Banquetes, Convites y Saraos”.

Y Lima que fue ciudad conventual luego se iría transformando en megalópolis mudable y versátil. Los bares, así, asisten a su tradición criolla, a su orilla provincial, a su vacuna voluble de lo foráneo, el apegó al canon templado del murmullo. Digo de Lima urbana y su casco histórico no de la nueva ciudad de playas al sur de sus horizontes. En la travesía por los bares de Lima para construir un empadronamiento con los hitos que forjan las edades, las amistades y las soledades desde la perspectiva de las copas y el tour de la memoria, debe restituirse la institución del bar.

2.

Existen bares como anuncios de una vida con estaciones y rituales. Hitos de la existencia redentora. Templo del arrepentimiento. Clínica para recargar las palabras. Uno puede ser de El Cairo o Buenos Aires. Uno es su bar y su tiempo. En Lima o Río, los bares no son estaciones ni pretexto para perder la existencia, al contrario, son los espacios públicos para hacer digna la vida privada. Sólo los imbéciles no tienen bares en su memoria ni en sus ternuras. En el bar uno grita en semitonos regulables. Uno raja con sonrisas. Uno seduce enseñando los colmillos. Así, también, uno espera a la amante que tarda porque está enamorada y eso es bueno para los amores contrariados mientras se pide el último Chilcano jamás café.

En el Centro de Lima todavía funcionan tres bares que son de principio del siglo XX. El bar Cordano que se ubica al costado de Palacio de Gobierno en la calle Pescadería y que fuera fundado primero como bazar el 13 de enero de 1905 por los ciudadanos genoveses Vigilio Botano y los hermanos Luis y Antonio Cordano. Luego se ubicaría el bar Queirolo que es 1920 y que antes se llamó el “Florida” en las esquina de los jirones Camaná con Quilca. De 1923 es el bar Carbone en la cuadra tres de Huancavelica, en la esquina con el jirón Caylloma. Como se detalla por los nombres, estos establecimientos fueron fundados pro familias italianas que llegaron al Perú mayoritariamente de la zona de la Liguria.

Estos bares se incorporaron a la Lima que se fue modernizando con los gobiernos de José Pardo y Barreda y el primer gobierno de Augusto B. Leguía que es de 1908. La Lima de Valdelomar o de César Moro o de Raúl Porras Barrenechea era entendida como una comunidad rigurosamente oral. El limeño era conversador y desparpajado, respetuoso y conchudo simultáneo. La lengua secuaz forjaba la metrópoli y no al revés. Hoy habitamos en el espacio contrario. La tramoya limeña de hogaño construyó un habitante silente, pusilánime y verraco. Qué hubiese dicho Ricardo Palma o Adán Felipe Mejía “El Corregidor” si nos vieran. Nada, que así como el valse criollísimo, la picante oralidad limeña no existen más.

Lo he escrito en otras partes que en el bar los parroquianos ilustres se conocen a través de la barra. Aquella sabiduría del codo que lo hace a uno distinto por ser militante del desprendimiento.Entonces uno es observador y ácido comentarista del todo. De los cariños más fieros, de los diálogos o susurro que se hacen teoría y praxis en la otra familia, la que uno encuentra en esa civilización que puebla los bares. Lima escribe su destino en un bar. Esta, es parte de su geografía y me embriaga la emoción líquida de las ternuras.

En mi caso, fue en los años setenta que conocí a fondo y desde el fondo el bar Queirolo, mi antro de la iniciación. Entonces el ron Cartavio era ese elixir del que hablaba el capital [de imágenes] de Groucho Marx. Vinces Davis, el poeta de Tumbes fue nuestro maestro del arte de la vida. Sus frases latigueaban rotundas. Ama a tu padre, detesta a los curas, cómprale un clavel a la vieja, nos decía. Amador Guimoye era el otro oráculo.

Y cierto, uno aprendió filosofía, barrio y finta, y la poesía cruel de no pensar más en ella. Más allá, el bar Cordano era otra isla pero eso amerita otra historia. Y en el Carbone conocimos a Vallejo, filudo y huesudo [Alejandro Romualdo dixit]. Antes, en el bar Zela de la Plaza San Martín sentí el tufo excitado de Sérvulo Gutiérrez  y con Felipe Buendía entendí porque Dvorak había animado a los arquitectos del bar del hotel Bolívar. En el Café de France, frente al cine Le Paris, conocí a Isabella. Por ella tengo un lunar funesto en mi costado izquierdo y, con César Calvo, en el Versailles, comprendí que todo es cuestión de tiempo. Ah, pero que sería de mí sin las noches en el América, con jazz intramuscular, hierba para el cerebro y un verso que se quedó en la última servilleta azul. Ya lo dije, los bares son aquellos campos electromagnéticos de las ciudades. Los hitos de la arquitectura que diseña los afectos.

3.

Con la irrupción de los bares en la década del 30 se funda la vicaría nocturna limeña. La vida en el centro de Lima básicamente era diurna. El bar forja la noche, y crea al parroquiano bohemio del café y la conversa a media voz. El mito urbano de los bares habla de hechos remotos, hazañosos y alegóricos. Y el Centro de Lima está apuntalado por sus quimeras y leyendas. El envés de la cultura oficial. Lo clandestino cómplice, el reverso de la otra vida urbana. El mito es así, lo colectivo soñado, lo entrañable del pecado, el tufo, el cigarro, los cuerpos excitados, la confesión y el anecdotario más íntimo.

Los bares y algunos cafés resultan los bolsones de resistencia contra esa mudez de Babel que nos convierte, a los limeños, en sordos de solemnidad. Repito, el bar es el reducto o burladero cálido contra la agresividad de la calle. Pero debo parafrasear a Savater, en aquello que los cafés son de esencia maternal hospitalario: vr. gr.: sus asistentes necesitan de un temperamento robusto para no ser abrigados y anulados por esa aterciopelada matriz.

Lima no es urbe de cafés, sí de bares. Los pocos que se nombran hoy están cerrados o se convirtieron en farmacias. El mismo café Haití tenía local al costado del Palacio de Gobierno y ya no existe más como no existe el original Centro de Lima. Otro peruano apóstata y otro imaginario han desplazado de la capital su prez y su solera. Lima cuadrada fue tomada por los migrantes, aquellos que a su vez llegaron desplazados y hambrientos de otros terruños y de otras layas. Lima no tiene cafés ni tiene novela, sí poesía. “Conversación en la catedral” de Vargas Llosa, por ejemplo y “En octubre no hay milagros” de Oswaldo Reynoso son las únicas novelas-urbe. Por eso lo limeño no goza de cimientos históricos y sí es profuso en su nerviosa melancolía.

He  ingresado al bar, el Cordano o el Queirolo, por enésima vez y el altar luce atiborrado de botellas. Entonces me siento un poseso con una sed descomunal. Frente a una barra de un bar uno es inmortal porque el aroma a la muerte desaparece y u cielo de sueños me atrapan con la sed más deliciosa. Toda mi reverenda vida está en los bares y de ahí he robado su belleza y poesía. Soy acolito de sus brebajes y un monje de su religión. Los bares son el poema que siempre quise escribir y el texto que me haga sobrevivir.

4.

Lima no es abundante en bares míticos que se conservan. Por ello este es un homenaje a las pocas tabernas que hoy todavía existen. Y que cuando uno las visita, está asistiendo a un pasado que se conserva en su meas y barras. Ante esta Lima del siglo XXI  donde los espacios urbanos públicos son privados. Frente a esta Lima que es hoy urbe sexual de un mercado barato de la carne que ha forjado la pandemia urbana de los hostales. En la ciudad de los besos, de parques míticos que habitan en la exclusión proterva de las rejas, la ciudad ha generado un sentimiento de lo “caleta”, aquel síndrome híbrido, esa filosofía de beata pecaminosa que espera esconderse en la 4×4 del gerente y la práctica de la tarántula, ese arácnido que abre las piernas para trepar. Ante todo ello, los bares son la salvación. Se asiste con tenacidad porque ya no hay lugar en este cielo citadino y si es de noche mejor. Su cultura vicaria remplaza al diván y al confesionario. Según la escenografía urbana, todos conversan pero el hecho que tenga la mano en la oreja a partir de los teléfonos móviles, es falaz. Sólo se conversa mirándose a los ojos, cuán distinto es hablarle a un aparato. Los celulares, en definitiva le han restado al limeño dilección .

(Texto publicado en la revista VARIEDADES el 22/11/2013).

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