Opinión

Banderas de odio: la Wiphala y la Cruz de Borgoña

Lee la columna de Hans Herrera Núñez.

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Un fantasma recorre Latinoamérica, se llama el identitarismo. Seguro has visto por la calle o en redes dos banderas que comienzan a emerger con fuerza en el imaginario simbólico peruano de estos meses. Por un lado una bandera blanca con una cruz roja en aspa y por el otro una bandera ajedrezada de colores. Pues bien, estas son las banderas de los nuevos radicales, los extremos de los extremos, y en dónde se cuecen las habas del odio.

Identidad y el concepto de lo político

Decía mi abuelo que el mal nunca viene solo. A los problemas sociales sin resolver que son motor de este malestar político se suma la cuestión de la identidad. O mejor dicho la politización de la identidad. Lo hemos visto a través de la ideología de género y sus detractores, entre veganos frente al McDonalds,  entre taurinos y antitaurinos, pero también en supuestos buenos cristianos que toman nuestra santa religión como bandera política. Nuestro fenómeno político contemporáneo no es otro que el de la politización de la vida, en especial la identidad. El demarcar esa línea divisoria de “quién soy”, quienes “somos nosotros” y lo más importante quienes son “los otros”. Esta dicotomía no es otra que la memorable teoría de “Concepto de lo político” del JURISTA nacionalsocialista Carl Schmitt, según la cual la política se define en la dialéctica Amigo-Enemigo. Pues bien, izquierdas y derechas, indigenistas e hispanistas son hijos de este pensamiento que se ha vuelto hegemónico. Probemos.

Seguro que si eres admirador de Greta Turnberg, o de Zisek, o te gusta el pensamiento del Che Guevara no tienes amigos que por ejemplo sean seguidores de Jordan Peterson, lectores de Agustín Laje o que tengan a Margaret Thatcher de heroína ¿O me equivoco? Seguro lo has tenido antes pero la amistad se ha envenenado mientras la conversación se ha hecho imposible porque de repente en pocos años hasta conversar se ha vuelto en un campo de batalla. En el caso de los peruanos hizo pus la llaga  desde diciembre pasado. Te pasa, como me pasa a mí, que de inmediato conversar se ha vuelto peligroso, el debate termina cuando uno de los dos ha calificado al otro de caviar, facho, neoliberal, o incluso de terruco. Pues bien, esa situación es nuestra nueva pandemia para la que no hay mascarillas salvo el bozal de la autocensura del silencio. Todo se ha politizado y siguiendo a Schmitt, todo lo político es una relación amigo enemigo.

Según Schmitt la esencia de las relaciones políticas es el antagonismo concreto originado a partir de la posibilidad efectiva de lucha. Lo político es, entonces, una conducta determinada por la posibilidad real de lucha; es también la comprensión de esa posibilidad concreta y la correcta distinción entre amigos y enemigos. El medio político es, por ende, un medio de combates concretos. Es decir, el significado de la distinción de amigo–enemigo es el de indicar el extremo grado de intensidad de una unión o de una separación, que puede subsistir teórica y prácticamente sin que, al mismo tiempo, deban ser empleadas otras distinciones morales, estéticas, económicas, etc., pues no hay necesidad de que el enemigo político sea moralmente malo o estéticamente feo, «el enemigo es simplemente el otro que está en contra de mi posición». El enemigo político es un conjunto de hombres que combate, al menos virtualmente, o sea sobre una posibilidad real, y que se contrapone a otro agrupamiento humano del mismo género. Enemigo es sólo el enemigo público.

Partiendo de esta línea, la derecha como la izquierda en general vienen siguiendo este marco teórico, solo que el enemigo público teórico de Schmitt se ha vuelto también en un enemigo íntimo y personal, es a todas luces un enemigo privado también al que por sobre todas las cosas se odia.  

Latinoamérica y las traducciones de su odio

Si buscamos la génesis en Latinoamérica de este odio, porque es un fenómeno global pero con una principal traducción cultural dentro del marco latinoamericano, la polarización comenzó a evidenciarse en el contexto de las protestas entre pro vidas y pro abortistas en Argentina durante el debate de la nueva ley del aborto hacia 2018. En ese escenario aparecieron los pañuelos celestes entre los provida y los pañuelos verde entre las feministas. A partir de aquí, empieza una delimitación simbólica de la relación amigo enemigo, el cual se evidencia desde lo visual para identificar a los miembros de una tribu y a los miembros de la otra tribu. A partir de aquí la política empieza a plantearse en términos militares: en lugar de uniformes, pañuelos de colores. En fin, que la política se ha pintado de los colores de la guerra.

Hoy en los países andinos esta dinámica evoluciona a un siguiente paso dentro del lenguaje militar: la bandera. En los países del altiplano emerge con fuerza desde hace un tiempo la Wiphala indígena, la cual lleva años instrumentalizada, primero con éxito por Evo Morales en Bolivia; sin embargo en Perú a partir del decembrismo de 2022 llega a tener nuevos alcances y un sentido cada vez más político en el sentido de Schmitt. Algo parecido con el fenómeno político de la bandera mapuche que se ha vuelto estandarte de guerra del grupo “terrorista” araucano de la CAM. Pero en el otro lado de la vereda desde hace algunos años, desde los rincones más historiográficos de la derecha y el conservadurismo, viene emergiendo otra bandera identitaria, la bandera de la cruz de Borgoña, la cual en Perú como el fenómeno de la Wiphala ha comenzado a obtener protagonismo entre los más radicales. Lo que se percibe es que ambas banderas del radicalismo que florecen en el actual desgobierno peruano, son los símbolos de una confrontación que desde lo simbólico anuncia el ambiente previo a una guerra civil. Y no exagero. El signo de los tiempos se lee desde las marcas de lo simbólico, y estás banderas son precisamente la demarcación de estos odios.

No son estas banderas, la Wiphala y la Cruz de Borgoña, inocentes banderas de identidad. Basta con leer los comentarios en redes de sus defensores, sus publicaciones en facebook, Twitter o tiktok, o hablar con algunos de aquellos que literalmente sostienen al viento su odio.

Hoy no vengo a definir el origen histórico, ni los supuestos valores de reivindicación que encarnan dichas banderas (en el fondo ambos discursos son puro floro, pues sus adeptos solo quieren “pertenecer” y ser “distintos”). Vengo más bien a señalar las pasiones divisorias de un país que se rompe en medio de la polarización política. Ambos son grupos extremistas, los supuestos indigenistas e hispanistas, hasta hace poco conformaban discursos marginales en nuestra política, pero  pronto han empezado a cobrar protagonismo y podrían tener un peso definitivo en la política del Perú, un peso que solo ayudaría a romper definitivamente al país. Porque lo que hermana a los que siguen una bandera en una batalla no es el amor entre ellos, sino el odio al que sostiene la bandera contraria.

Bienvenidos a la guerra civil de las banderas.

La cruz del clasismo

El clasismo racista limeño parece fructificar bajo la bandera de Borgoña. Embrutece saber que alguien que enarbola esa bandera en una marcha de la “paz” celebrada hace pocos días se jactaba de que “los derechos humanos no son para los salvajes” refiriéndose a los manifestantes del Sur. Y lo peor, lo más bruto de lo bruto, es que señoras con educación aparentemente completa aplaudieran ese discurso discriminador. Hemos perdido hasta la vergüenza de discriminar públicamente.

Los grupos de hispanistas de la cruz de Borgoña no es exclusiva de Perú y crece su influencia en redes entre jóvenes latinoamericanos. Adoradores de Franco y reivindicadores de una Conquista e Inquisición pero sin autocrítica, los hispanistas centenials aparecen como la fuerza de choque mestiza y clasemediera principalmente costera.

La bandera ajedrezada de la xenofobia

Sorprende ver qué aquellos que comparten la bandera de la Wiphala están más cercas de la xenofobia que otros grupos en Perú. Es común en los grupos que monopolizan el discurso de justicia social, sean a su vez los mismos que destilan odio a los venezolanos. También lo hace la otra bandera, pero los radicales indigenistas van más lejos. Es común ver en los distritos de Lima y también en las provincias  grafitis trazados con puño de odio hacia los hermanos de Andrés Bello: “fuera venecos”, “venecos sidosos”, “Perú libre de venecos”. Ese discurso nacionalista que cada vez se vuelve más racista evidencia una distancia con la frase integradora de Arguedas: un Perú de todas las sangres.

La reivindicación indígena se vuelve en estos días en un discurso de odio autóctono, cada vez más cerca al Fascismo. Un Fascismo cobrizo. Este indigenismo no tiene nada de mariateguista y si cada vez más de hitleriano entre sus grupos más radicales del profundo Sur. Además de sus bases en grupos campesinos, gran parte de sus cuadros de propagandistas provienen de la clase media provinciana.

La bicolor teñida de luto

Entre tantas banderas de odio se pierde de vista la bandera del Perú. Perú un concepto de proyecto que con retrocesos y todo viene tratando de englobarnos a todos, aunque solo fuera en la semántica. Hoy ni las palabras tenemos.

Hoy nuestra bandera en las protestas se tiñe de negra. Puede que tenga simbolizaciones políticas también esa bandera negra que se ve en las marchas. Pero de momento se ha perdido la bandera de Bolognesi y Grau, la bandera de Cesar Vallejo y Vargas Llosa (si, también suya aunque sea Nacionalizado español), la bandera de Gonzáles Prada, de Basadre, esa bandera que representa algo más valioso que Machu Picchu y la comida peruana: a nosotros. Los países son sus pueblos y los pueblos son las personas. El odio jamás ha sido argamasa con que construir el futuro de los pueblos.  El Perú es de todos o de ninguno. Frente a la crisis de identidades que enferma nuestro siglo y politiza desde la raza hasta el sexo, lo único cierto que invito a que defiendas es a qué todos somos peruanos hacia adentro pero latinoamericanos ante los ojos del mundo.  

Una mirada desde la identidad personal

Siendo estas dos banderas discursos identitarios creo conveniente ser honesto desde mi propia identidad, no política, sino personal. Soy católico y del catolicismo de Trento, y no comparto esa postura de la cruz de los tercios. Soy por parte de madre de la Sierra, y la supuesta bandera indigenista poco o nada tiene que ver con mi pueblo. Nací en Perú, crecí en Costa Rica, volví a Perú. Ergo soy latinoamericano. Mi y nuestra identidad es más grande que simples reduccionismos confrontacionales. Creo como Mariátegui que la situación del indio continúa siendo una cuestión crucial y que en el plano nacional, este pasa por peruanizar el Perú. Creo como Haya de la Torre que la proyección de una solución al problema pasa por la integración continental, por ver más allá de nuestros limitados horizontes. Y creo como nuestro gran poeta salvadoreño Roque Dalton, que “el pan y la poesía es de todos”.

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