Opinión

BAJO LA PIEL

Lee la columna de Carlos Rivera

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Por Carlos Rivera

Fui a la Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa a programar la presentación de mi poemario Caramelo gris. Una suerte de mis elucubraciones sensibleras que reunían mis delirantes trances  de amor juvenil. Mientras esperé a que la señorita encargada de estas gestiones termine de atender a una visitante y decidí esperar en el patio. Me dispuse a leer un librito de cuentos  respirando  ese fresco aire de patio recién baldeado de la bella casona de sillar que albergan  los libros del nobel.  Para no desaprovechar el tiempo ingresé a la Sala de Lectura de la Biblioteca para consultar una obra. No toqué nada ni me senté o hice algo impropio. Había una señora y me dirigí a ella sosegando mis pasos.  Parecía  no escuchar mi consulta y solamente me indicó que estaba  prohibido ingresar con una mochila. Le expliqué que no venía  a hacer uso de ese recinto sino solo a consultar la existencia de un libro. Con la soberbia propia de algunos servidores públicos me recalcó la negativa. Entre más cerca me tenía ante sus ojos se dibujó nítidamente   en su semblante una reticencia y sorpresa por mi color de piel(cara de indio ocre como alguna vez me dijeron de niño). Elevando la voz repitió que salga como si su lengua tuviera un motor que explotaran  su prejuicios a escala de soprano. Me reí  de sus caprichos de clase que no me hicieron  ni cosquillas a mi férrea personalidad de cholo power(culto y exquisito). Moviendo su pelo rubio oxigenado salió al patio a exponer los deberes de su vertical cargo y llamó a su asistente con tonito mandón recalcando que solo actuó  como una dilecta cumplidora de “la orden es la orden”. Luego increpó al señor de la portería por haberme hecho ingresar así con esa facha: short, zapatillas y una mochila sospechosa. Lo despreció desde su investidura de funcionaria y sentenció  la  incompetencia para el cargo del pobre hombre que recibía la retahíla de agravios. “¡Que te has creído!”. El hombre solo asiente y pide perdón.  Traté  de hacerle entender a la señora que solo quise  una mínima orientación. La vi como una loca desquiciada e ignorante (como veo a casi la mayoría de burócratas de Arequipa) racista. Intenté responder su apocado lenguaje y sus  vulgaridades, pero no quise malograrme el día y salí del recinto. El  señor  me persiguió  hasta la puerta. Vi en sus ojos el dolor y los deseos de querer llorar a todo mar. Tirarse a mis brazos y esperando algo de mí. Quiso explicarme su abatimiento, pero no tuvo las palabras y las ganas de hacerlo con soltura. Alcanzó a decirme al filo de la acera de la calle San Francisco: “Haga algo, por favor…”, “No se preocupe, algo haré” le dije para  tranquilizarlo.

Busqué una cabina de internet e hice un pequeño texto  para compartirlo en mi Facebook t donde manifestaba que estaba partido por lo que había sufrido en tan afamado centro cultural que debiera representar los altos valores de la  inclusividad.  Me encontraba en un trance de desesperación y humillado por lo sucedido. No mencioné al señor de portería, tenía miedo de que lo boten y pierda el trabajo. Hice el gran drama de mi vida, me asumí   abatido, acorralado por el vejamen, hice alarde de las leyes contra la discriminación y los daños psicológicos y toda aquella literatura aprendida de mis años de lectura de los documentos y libros del IEP y de los representantes de esta lucha desde la academia como Juan Carlos Callirgos, Jorge Bruce, Rochabrum o Nelson Manrique. De inmediato las muestras de afecto, se identificaron con mi causa, Agradecí con humildad (palabra que jamás invocaré en mi vida) el apoyo moral. En mi correo electrónico apareció el mensaje del Gerente de Comunicaciones del Gobierno Regional de Arequipa quien con un lenguaje escueto me transmitía la solidaridad institucional y prometía, a nombre de la gobernadora Yamila Osorio, tomar cartas en el asunto.  Fui invitado a las 4 de la tarde del día siguiente a la Biblioteca, me esperaba el director y la señora oxigenada. Puse mi rostro de miedo, relajé mis músculos ante sus diabólicos ojos que me había provocado el más grande trauma de mi vida. Ante la presencia de la Gobernadora, del encargado de comunicaciones y del director de la biblioteca recibí las disculpas de la señora. Las acepté “humildemente” y salí muy agradecido por el gesto de los presentes. Repuesto en mi honor y dignidad andina tocada en lo más sagrado de mi herencia ancestral.   Al salir el portero me miraba satisfecho y le mandé una mueca cómplice.

Ya en la calle Santa Catalina cerca de Ayacucho me entró la nostalgia por mi amigo fallecido Luzgardo Medina y recordé un barcito donde nos tomábamos nuestras cervecitas y hablábamos de poesía. Había una mesa vacía pero el local estaba abarrotado de chicheros y a mí se me salía la sangre de las venas para beberme la vida y soltar mis pasitos cuchilleros.

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