Opinión
Autoridades pretenden ‘blindar’ a delincuentes adolescentes
¿Dónde están los derechos humanos del emprendedor asesinado por no pagar cupo? ¿De la madre que perdió a su hija a manos de un feminicida de 17 años? ¿Qué hacemos con los adolescentes que están en el crimen organizado? ¿Les ofrecemos talleres de pintura mientras siguen disparando en las calles?
En una sociedad cada vez más golpeada por la criminalidad, parece que el sentido común está siendo reemplazado por discursos complacientes, tecnocráticos y peligrosamente desconectados de la realidad. La reciente promulgación de la Ley 32330, que permite procesar penalmente a adolescentes de 16 y 17 años por delitos graves, ha desatado una ola de críticas desde diversos sectores: Defensoría del Pueblo, Unicef, el Ministerio Público, el Poder Judicial y organizaciones de derechos humanos. La pregunta es inevitable: ¿a quién protege realmente esta indignación?
La nueva ley establece que menores de edad que cometan crímenes como violación, feminicidio, sicariato o extorsión puedan ser juzgados como adultos y, por tanto, recibir penas de cárcel en centros penitenciarios comunes. Para muchos expertos y activistas, esto representa una afrenta al principio de justicia especializada para adolescentes, e incluso una violación a la Convención sobre los Derechos del Niño. Pero en medio del tecnicismo legal y la defensa abstracta de los derechos humanos de los menores de edad, se deja de lado a las verdaderas víctimas: los ciudadanos comunes que son aniquilados día a día por criminales que aún no cumplen los 18 años de edad.
¿Dónde están los derechos humanos del emprendedor asesinado por no pagar cupo? ¿De la madre que perdió a su hija a manos de un feminicida de 17 años? ¿Del vecino extorsionado y amenazado por bandas que reclutan impunemente a menores por su inimputabilidad penal? Hay una peligrosa tendencia en el discurso “progresista” que evita enfrentar estas preguntas con honestidad, refugiándose en ideales que, si bien en ciertos casos bienintencionados, ya no dialogan con la urgencia de nuestra realidad.
Desde la sociología crítica, es evidente que el fenómeno de la violencia juvenil no es un accidente aislado, sino la manifestación de un sistema profundamente fracturado: familias rotas, exclusión estructural, barrios olvidados por el Estado, educación paupérrima y oportunidades nulas. Sin embargo, ¿acaso estas causas estructurales eximen al Estado de establecer límites claros y consecuencias reales para quienes cruzan la línea del crimen organizado?
Los detractores de la ley esgrimen estudios neurocientíficos que afirman que el cerebro adolescente no ha madurado lo suficiente como para tomar decisiones responsables. ¿Pero acaso la brutalidad de un asesinato pierde impacto porque el autor tenía 16 años y ocho meses? ¿La víctima violada sentirá menor trauma si le explican que su agresor carecía de una corteza prefrontal plenamente desarrollada?
Se ha dicho también que encarcelar a adolescentes aumenta la probabilidad de reincidencia. Sin embargo, el sistema actual ya es un fracaso en términos de resocialización, tanto para adultos como para menores. El Perú tiene uno de los índices más bajos de rehabilitación efectiva. ¿Cómo se puede hablar de daño futuro a la reinserción social, si ni siquiera existe una política coherente para alcanzarla? Aquí el problema no es la prisión, sino el abandono crónico del Estado.
La criminalidad juvenil ya no es un fenómeno espontáneo o marginal. Las organizaciones delictivas reclutan a menores sabiendo que sus actos quedarán impunes o serán tratados como simples faltas e infracciones administrativas. La ley, en este contexto, se convierte en una herramienta de incentivo para que los cabecillas continúen usando adolescentes como carne de cañón. Criminales con experiencia utilizan menores como ejecutores, sabiendo que el aparato jurídico los “protegerá”. Eso no es defensa de derechos humanos; es complicidad involuntaria con el crimen.
Y no es que la Ley 32330 sea una panacea. De hecho, en un Estado disfuncional como el peruano, el riesgo de abuso, de violaciones procesales y de condiciones carcelarias inhumanas es altísimo. Pero el fracaso institucional no puede seguir siendo argumento para perpetuar la impunidad. No se trata de encarcelar indiscriminadamente, sino de aplicar sanciones proporcionales y diferenciadas, según la gravedad del delito, sin cerrar los ojos a los hechos por miedo al qué dirán de las ONG.
Desde un enfoque sociológico, el castigo tiene también una función simbólica. Cuando un adolescente comete un crimen atroz y no recibe sanción alguna, se rompe el contrato social. La comunidad percibe que las normas no se aplican, que la justicia es débil, y eso erosiona la confianza en las instituciones. Castigar no es solo encerrar; es también afirmar el valor de la vida, del cuerpo, del respeto al otro. Sin consecuencias, no hay límites. Y sin límites, no hay sociedad.
Por supuesto que deben fortalecerse las medidas preventivas: educación, salud mental, integración social. Pero eso requiere décadas de reformas profundas, de políticas consistentes, de recursos sostenidos. Mientras tanto, ¿qué hacemos con los adolescentes que ya están inmersos en el crimen organizado? ¿Les ofrecemos talleres de pintura mientras siguen disparando en las calles?
La respuesta estatal no puede ser solo pedagógica ni meramente legalista. Necesitamos una justicia que sea restaurativa, sí, pero también firme y frontal. Que dé oportunidades, pero que no se rinda ante la amenaza delictiva. Desde luego, que la cárcel no es la solución definitiva, pero tampoco es el enemigo. El verdadero enemigo del Perú es el propio sistema que crea adolescentes dispuestos a matar, y el otro enemigo es el sistema que se niega a hacerles frente.
La Ley 32330, con todas sus limitaciones, representa un punto de inflexión: marca el límite de la tolerancia frente a la violencia juvenil impune. Si bien no resuelve los problemas de fondo, al menos ofrece un marco para comenzar a restaurar la confianza ciudadana y a mandar un mensaje claro: ser menor de edad no es sinónimo de inmunidad, ni de impunidad.
Porque en una sociedad democrática, los derechos de los adolescentes importan, pero también importan —y mucho— los derechos de quienes no quieren morir por una bala disparada por un «menor» que el sistema decidió tratar como un niño, aun cuando actúa como un criminal.