Opinión

Asteroid city, de Wes Anderson (2023)

Lee la columna de Mario Castro Cobos

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Todo es mentira, inventado, imaginario y, sin embargo, todo es auténtico. ¿Pero cómo? Lo que Wes Anderson hace, de entrada, es contarte, mostrarte, lo maravilloso que es, que algo… que no es, que no existe… de pronto… sí sea, ‘exista’. —Que exista como tú o como yo en este momento—. Un milagro. Y a la vez… Qué de raro hay. Al contrario. ¡Entonces! Despierta, hipócrita espectador. Y tú también, hipócrita cineasta. ¿No es esa la clave, la esencia, el gran momento, lo más misterioso y natural de lo que llamamos ficción? «¿Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe?» (Paul Valéry).

Esa sinceridad, esa ‘obscenidad’ ¿se maldice o se agradece? (dicen que obsceno viene de off scene, fuera de escena, o sea: lo que no se muestra, porque no se puede o porque no se debe mostrar). Ya. Y qué pasa si lo escondido —y a la vez obvio: la ficción es una ficción— como si fuese una vergüenza; ¿cómo cambiar sin soñar?, se muestra (aunque sea en un discreto blanco y negro). ¿Matarás así la ilusión? Pues sí. Y también no. Al final no. El jugador muestra sus cartas, y eso rompe el juego o es parte del juego. Además. ¿Y qué cosa no es juego? ¿No somos todos nosotros también, sin excepción alguna, queriendo y sin querer, y para bien o para mal, construcciones, artificios?

¿No es emocionante ver cómo funciona el juguete con el que vamos a jugar, con el que ya jugamos? Y más si se trata de alguien como Wes Anderson. Un juguete al que dedicamos por lo menos buena parte de nuestras vidas. Un juego que podemos repetir indefinidamente, sin que nunca sea el mismo. La película triunfa si te entregas de lleno al juego. ¿Quién nos prohíbe ser niños y por lo tanto ponernos a jugar?

Asteroid city me recuerda a Dogville, de Lars von Trier. Esa maqueta de un pueblo, esa plataforma, ese teatro con el techo de aire donde todo se da. Aquí qué no es posible, la gran historia rotunda y solemne no es lo que uno desea, sino saltar de unos personajes a otros, de beberse a sorbos las menudas y sabrosas incidencias. Delicioso retablo donde los personajes son casi comestibles.

(Columna publicada en Diario UNO)

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