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Apuntes sobre Laberinto, de María Teresa Zúñiga, dirigida por Diego La Hoz.

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La obra me llevó a un sentimiento de película hecha en plena guerra, o poco después de una guerra (las mundiales, digamos, pero la guerra ‘sigue’) con ese clima de derrota, ese desgarro entre seco y… luego… con el estallido sentimental (y qué será más verdadero, lo seco o el estallido, ¿no habrá algo en medio, ni estallido ni seco, sino más bien una luz de pensamiento?).

Sentí además una cierta solemnidad y una cierta rigidez (en la voz del cuerpo, en el cuerpo de la voz), fruto de adivina qué: capté los ‘personajes-tipo’ cual esquemas en pizarra: abstractos, generales, bastante teóricos, que-dan-una-idea-de, sin una satisfactoria encarnación individual completa (ya, ¿pido mucho?); son, así, ‘tipos humanos’ ¿retratos robot? más o menos preconcebidos, predecibles, previstos, presentidos, precocidos, sientes las piezas de las que están hechos, y armados, encajados, pegados, (des)ajustados, o casi.

Pensé también en el tema del dominio de la voz; la voz que se domina, y la voz que domina (la voz se proyecta cual megáfono, lo sé, es ‘teatro’, pero… y la textura, el timbre, el color, las inflexiones, su multiplicidad de matices). Imaginé lo mismo, el dominio para gestos y movimientos y actitudes del cuerpo (que resiste o sufre y goza rara vez).

Al final -o desde un principio- cuanto veo es un sordo aullido nihilista… Divertida, sí, la salida del soldado grado fantasma de lo alto del escenario (a ‘lo bajo’ del público), tal vez más de eso hubiera sido una vuelta de tuerca para ir a otro lado… no solo físicamente, claro. Destaco la dicción del final, del después de, voces y cuerpos se relajan, la gravedad o más bien su imitación o impostación ya no es, qué alivio, necesaria…

*Obra de teatro vista en La Asociación de Artistas Aficionados.

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