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APUNTES ÍNTIMOS SOBRE LA PATRIA (II)

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Ollanta Humala. Foto: Peru21

El Perú es una tierra como ninguna, una de las pocas en el continente con un alto desarrollo cultural en la edad antigua. Civilizaciones que hicieron de la piedra y el oro un arte, y dejaron vestigios de su enorme visión sobre la vida, el cosmos y su unidad con la naturaleza. Nuestra raza siempre encontró formas de retar al tiempo, de hacer que la adversidad se convierta en gloria. Levantó una ciudad de barro, como ninguna en otro lugar del mundo, surcó los mares en balsas y regresó triunfante, le dedicó pasión y devoción a la máxima expresión del universo: el sol y lo convirtió en emblema, y levantó –para dejar en claro su grandeza- una ciudad imponente entre las montañas, una maravilla del mundo que conjuga toda la mística y la sabiduría de esos remotos tiempos.

La tierra del sol, tan codiciada, despertó ansias salivales en ruines y perversos conquistadores, iletrados desleales, reos inmundos, que aprovecharon la nueva chance en un nuevo mundo que parecía ser la redención para todo aquel que había fracasado en la vieja y sobrepoblada Europa. Viajes agotadores, riñas, pleitos, guerras con pequeñas tribus que temblaban cuando escuchaban el nombre de aquel vasto imperio del sol que hacía del oro una virtud que los españoles no podían comprender, un pueblo que cultivaba el amor por la familia, la memoria a sus ancestros, el respeto por la madre tierra, la pachamama, y vertía su sabiduría sobre tres pilares que acuñaron su grandeza: No robes, no vagues, no mientas.

Pero su innoble final –dos hermanos pugnando por un trono- fue el azar divino para 180 europeos que encontraron la fractura precisa para hacerse con toda una patria. Muertos los dos hermanos, peleados entre sí cuando pudieron ser salvadores, el pueblo intentó resistir, pero España entró en nuestras venas con lo peor de su estirpe, con sus cañones y sus caballos, con su religión de castigo y culpas, con un Dios cruel y discriminador. Los incas cayeron de rodillas, se hincaron ya no ante un hijo del sol, sino ante un amo.

Durante más de dos siglos nos fundimos, nos convertimos en una amalgama de virtudes y defectos, de uno y otro lado del mundo. El sol brillaba sobre nuestras cabezas pero dejamos de mirarlos, dejamos de recostarnos en la noche para mirar la luna y las estrellas, dejamos de trazar las grandes líneas que buscaban imitar el esplendor del universo, nos sometimos, nos volvimos esclavos. Durante 285 años nuestro amo se encargó de hacernos saber que éramos sus súbitos, sus sirvientes, sus lacayos, que no teníamos la capacidad de hacer nada sin ellos, de lograr nada sin ellos, que no servíamos para nada más que la pleitesía y la súplica; que, sin amo, estábamos a merced de nuestra ignorancia y mediocridad.

Nos fracturamos, empezamos a vivir de espaldas unos  con otros, a sentirnos mejores que otros, a detestar esa piel cobriza que nos recordaba nuestro origen esclavo, nuestro pasado ominoso, aspiramos a tener el color del amo, los gustos del amo, el poder del amo. Por momentos quisimos salir de ese hoyo, sentimos cierto amor por esa tierra bañada en sangre de nuestros padres, cierta nostalgia por la mística, cierta necesidad de libertad, pero nos descuartizaron, rompieron nuestro esternón con balas de plomo, apretaron nuestras gargantas con grosas cuerdas y callaron nuestro grito.

Hasta que una empresa anglo-argentina tuvo que hacer lo que nosotros no pudimos. Y un incomprendido general tuvo que venir a reafirmar un triunfo que nunca fue nuestro. Junín y Ayacucho.

Mi madre me dijo que alguien con su apellido peleó en la pampa de la Quinua contra el tirano Canterac. Mi padre me contó que su abuela vio desfilar a los chilenos en su tierra. Mariano fue un maldito, siempre lo supe, pero su hijo, Leoncio, fue todo un hombre.

Y aprendí de ellos que los hijos de un pueblo siempre pueden redimir su historia.

Somos nosotros los hijos de una nación grandiosa, herederos de un pasado glorioso que fue cautivo y desmerecido, vilipendiado, escupido, pisoteado, de un pasado que hasta ahora no logra penetrar en nuestras venas. La música suena, los aromas se mezclan, y el sol sigue brillando sobre nuestras cabezas, pero de nada sirve si toda esa gloria, escrita en tantas páginas, no es rescatada, no es leída.

Es lo que nuestros amos siempre quisieron: un pueblo servil e ignorante. Un pueblo fácil de manejar, ajeno a su tradición, de espaldas a su hermano.

Es lo que hasta ahora venimos siendo.

Y Vallejo, Scorza, Arguedas, y Sérvulo, Sabogal y Pancho Fierro, todos permanecen mudos, tristes, con el grito ahogado en el pecho, mientras nosotros seguimos tragando y bebiendo, olvidando una pena inolvidable, creyendo que el tirano ya se ha marchado.

Pero el tirano sigue reinando entre nosotros.

Y el grito sigue ahogado.

Feliz 28, peruano.

 

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