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APUNTES ÍNTIMOS SOBRE LA PATRIA (1)

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De niño descubrí que mi mundo estaba compuesto de olores y sabores. Esencias que, al percibirlas en el ambiente, me devolvían a casa y me permitían imaginarme tendido en el sofá, con la TV encendida, mientras escuchaba el golpe de la cuchara de palo contra la olla, removiendo el postre vespertino, y la voz cascada de mi madre cantando un pasillo.

Esa grata sensación llegó a salvarme de la nostalgia en muchas ocasiones, incluso ahora que mi madre se ha convertido, también, en un grato recuerdo.

Eran diversos los aromas que me llevaban a distintas partes: lugares donde forjé mi espíritu o fui feliz. Me enamoré del aroma del viento al caer la tarde, del olor a tierra mojada, del perfume de los rosales y, cómo no, de ese delicioso sahumerio que producía una buena comida.

Así, podía llegar a la sierra, bajar por la cuesta que conducía a la casa de mi abuela y desde ya ver el humo saliendo por la chimenea y sentir el olor del pan, la fritanga, el maíz tostado. Aquí en Lima, podía caminar por la avenida, rumbo a casa, con mi pesada mochila al hombro, y acusar la revuelta en mis tripas al percibir el aroma del Cau-cau, la carapulcra o la chanfainita con tallarines y solterito. Cada esencia se convertía de inmediato en una forma de encontrar el camino de vuelta a un momento precioso, de esos que se van acuñando en el derrotero de nuestra vida y le dan sentido a nuestra existencia.

De niño descubrí que esos olores y esos sabores eran mi patria.

Ahora, sin embargo, veo muchos tipos desfilar frente a la televisión, adueñándose de mi patria y convirtiéndola en un burdo y desordenado remate de pasiones cursis con precio asignado. Una retahíla de hombres vestidos de blanco tomando mis recuerdos y licuándolos, torciéndolos, machacándolos y renombrándolos con etiquetas inverosímiles, hablado de fusiones gastronómicas y convirtiendo mi nostalgia en simples matemáticas de insumos, onzas y tiempos de cocción y espera. Y los veo, una y otra vez, diciéndome hasta el cansancio que eso que ellos presentan, eso, es mi patria,  y que tengo que pagar por ella el precio que ellos exijan, por desorbitado que sea.

No sé quiénes son, cuándo aparecieron, ni por qué los enarbolaron, pero no pienso por un minuto pisar esa infame triquiñuela de echar una moneda en sus bolsillos, mientras quieran hacerme creer que la remembranza y el patriotismo pueden comprarse con un puñado de billetes, y que es en sus locales de lujo y exceso en el que he de evocar esos recuerdos sublimes que acarician mi mente.

De niño descubrí que mi mundo tiene un sabor y un aroma particular, y es libre, auténtico, real, por eso siempre me conduce de vuelta a casa.

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