Literatura

ANA

Imaginar, ¿Qué más me queda? Que, después de todo, esto no fue más que un mal sueño, uno de esos que te dejan pensando a la mañana siguiente por lo vívido y cercano, porque tras un largo rato no sales de ese estado entre lo onírico y la lucidez.

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Este es un pequeño relato de ficción inspirado en la vida de la activista Ana Estrada y todas las ideas que pueden estar flotando en su mente; y también sobre el mensaje que viene dejando para las demás personas que padecen de polimiositis. Aprovecho para extenderle un fuerte abrazo, a pesar que no la conozco en persona.

Imaginar, ¿Qué más me queda? Que, después de todo, esto no fue más que un mal sueño, uno de esos que te dejan pensando a la mañana siguiente por lo vívido y cercano, porque tras un largo rato no sales de ese estado entre lo onírico y la lucidez.

Abres los ojos lentamente y te incorporas de esta cama que tanto quema en los días de estío; sientes tu sudor que recorre toda tu espalda, tu cabeza y tus hombros caídos, y te percatas en que tu ropa deja traslucir, de manera desvergonzada, tu cuerpo humedecido de tantas horas de calor.

Atrás de ti queda una silueta de la mujer cautiva que solamente, sea la hora que sea, tenía como punto fijo una pared verde que iba cambiando (imperceptiblemente para los demás) de tonalidad con el pasar de los segundos, pero que tú supiste reparar de manera forzosa.

Imaginar, que estabas lejos, muy lejos de esta habitación, sola, caminando con los pies desnudos por la orilla de una playa semidesierta, mientras las olas serenas van mojándome hasta los tobillos, y la brisa marina desordena mi cabello que ahora es largo nuevamente; y un sonido tan antiguo como las estrellas mismas me cantan al oído historias de amantes que lo dejaron todo por huir con la persona querida, corazones rotos, lágrimas salinas, promesas a los dioses de altamar, atardeceres, vestigios de amor, de dolor, de la vida y la muerte, renacer y volver a ser un pequeño e insignificante grano de arena, espuma, reminiscencias del pasado, mis ojos ser pierden en el firmamento violáceo y soy tan feliz.

Lo puedo sentir una vez más, el sol cayéndome en el rostro, cada piedrita redonda que voy pisando, cada átomo del universo recorriendo mi ser. No escatimo en los detalles, todo estaba ahí tal como lo dejé hace muchos años: los niños jugando a lo lejos, intentando por enésima vez construir un castillo de arena, una pareja muy joven corriendo para ingresar al mar, una niña con su traje de baño de lunares amarillos, con las piernas dobladas, jugando con una lampita de plástico rosado, removiendo arena de la orilla, mientras sus padres la observan bajo el resguardo de una perlina sombrilla, atentos a cualquier descuido.

Instantáneas de la vida, de lo cotidiano de cada verano, del hecho de ser parte de un proceso que muchos olvidan y lo dan como algo ordinario, dando por sentado que así se dará, pero para otros, como mi caso, es una postal sin destinatario.

Y es que en una de esas tantas noches en que despertaba en la madrugada una idea aparecía como visitante inoportuno, trayéndome fantasías de una yo convertida en madre, con la panza hinchada aún cual pan recién salido del horno, con los pechos llenos de leche y con un niño entre mis brazos, mirándome fijamente, tratando de comunicarse conmigo pero sin mediar palabras, dirigiéndome sus enormes ojos café para estrellarse con los míos.

Te he esperado tanto, mi niño lunar, que he recorrido por ti este planeta siete veces para que no tropieces, he ahuyentado las noches más tristes para que puedas ver con claridad la eternidad de los soles de capricornio, he desatado cientos de ríos para que nunca tengas que padecer de sed, y he tejido un manto de miel, soya, avena y trigo para que tengas siempre algo que comer. “Te he buscado, tesoro” (*), entre mis soledades y los nudos de mi voz, en los acertijos del olvido, en el café oscuro de las mañanas, en las hojas de los libros, sobrevolando mi mente como un cometa fugaz, escarapelando mis pensamientos, sometiendo mis preces a tu buena fortuna.

O quizá convertida en la niña que alguna vez fui, observando a los adultos colocarse caretas para disimular tantas y tortuosas preocupaciones. Todos queremos algo en esta vida, y ellos deseaban volver a ser como yo; en cambio, para mí la vida me aguardaba una terrible sorpresa solamente al doblar la esquina. Era libre y no lo sabía, podía saltar, correr, patalear, caerme y volverme a levantar, echarme en el pasto con mis amigos hasta largas horas de la noche. Llorar y secarme mis lágrimas, reír sin razón alguna, recoger flores, inventar historias caseras en donde yo simulaba ser como mi mamá, preparar comida imaginaria con mis manos, jugar a las escondidas, los policías y los ladrones, los siete pecados; resbalarme y que de mi rodilla raspada se dibuje un leve surco con un poco de sangre, conocer mi diminuto cuerpo, sentirlo, tocarlo, ver mis cicatrices. Percatarme que la ropa del año pasado ya no me iba quedando; mi cadera se fue ensanchando, mis senos empezaban a asomarse tímidamente, y el reloj de la vida hacía estragos en mi comportamiento. Mi primer beso, mi primera ilusión, mis cambios hormonales, los amigos y los viajes, el placer prohibido, el sexo con las luces apagadas, desbordar éxtasis, pasión y desenfreno. Todo eso hasta que mi cuerpo poco a poco me obsequiaba un largo adiós.

Quiero pensar que después de este largo túnel un rostro conocido me espera, y que su voz me sea familiar, llamándome, con una sonrisa pícara, desde el otro lado. “Ven, Ana, ven, apura que todos están que te esperan”, tomándome de la mano una vez que atraviese el umbral.  —“Esta noche comeremos, bailaremos y haremos el amor luego que todos se hayan ido”—, me lo dice, sujetándome con dulzura de mi cintura. Y continúa: “Allá arriba, entre dos montañas, he levantado con mis manos una cabaña, donde tu risa y tu voz pueden ocupar todo el espacio que deseen. Te he esperado todo este tiempo, a veces impaciente, a veces emocionado porque veía que cada vez te encontrabas más cerca de mí, y ahora mírate, libre al fin”.

Entonces aterrizo aquí nuevamente, con mi corazón latiendo a mil, añorando saborear todo lo que este cuerpo me limita. Estoy segura (porque así lo he visto en los arrecifes de mi subconsciente) que este camino lleno de espinas y laberintos que los humanos ociosamente llaman leyes, que mi historia será un faro para todos aquellos que se sienten prisioneros sin condena alguna. Aquí (o allá) dejaré huellas imborrables para que el trayecto sea un poco más seguro y tal vez, solo tal vez, alguien encuentre en estas palabras un descanso a tantas y febriles horas de insomnio, sin poder encontrar un poco de paz.

Lima, 17 de febrero de 2023.

(*) Rainer María Rilke (1875 -1926).

Foto de portada: Ana Lía Orézzoli. 

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