Por Roberto Ramírez Manchego
Hay que recordarlo con claridad, ya Gonzalo Portocarrero lo comentaba, “Palma era de color modesto: hijo de un cholo y una cuarterona”. La sociedad racista del siglo XIX no lo aceptó así y sus rasgos fueron retocados, para hacerlo pasar como un señorón de la aristocracia, de acuerdo a los cánones raciales de la época. Lo que sorprende es que en pleno siglo XXI —con el silencio cómplice de los intelectuales peruanos— la Cámara Peruana del Libro ha blanqueado la imagen de Palma, siguiendo la escuela de Michael Jackson: se le ha hecho un tratamiento de despigmentación, que hubiera sido el sueño húmedo de Bobby López. La negación misma de su imagen y de nuestra tradición letrada. Lo cual debería merecer una explicación por parte del equipo organizador.
Ricardo Palma y Bobby López comparten un mismo destino: han pasado por una maquinaria de blanqueamiento para obtener prestigio social. Pero hay diferencias: el primero es un personaje entrañable del cuento “Alienación” de Julio Ramón Ribeyro y sus empresas absurdas, ridículas y tiernas, para obtener el amor de Queca y el ascenso social, se mueven en el terreno de la ficción. El segundo es nuestro más grande tradicionista y su blanqueamiento, desde tiempos pretéritos, obedece a la necesidad de incorporarlo convenientemente a una aristocracia de la que nunca fue originario, pero en la cual supo moverse de acuerdo al ambiente clasista de la época.
Lo que causa extrañeza es que persista la operación de blanqueamiento de la cual fue víctima Palma en el siglo XIX. Más aún, que este mecanismo racista se intensifique hasta niveles risibles; tal como se pudo apreciar en la última feria del libro, que en un giro irónico lleva su nombre, pero no su imagen. Porque su imagen ha sido completamente reemplazada, negada, invisiblizada.
Es paradigmático, también, que esto ocurra en el distrito de Miraflores, distrito limeño que arrastra una serpentina de denuncias por discriminación, desde antiguas gestiones: basta recordar el caso “Los malditos de Larcomar”, donde el fenotipo de un grupo de deportistas fue determinante para convertirlos en una peligrosa banda de asaltantes o las constantes denuncias de individuos que no podían acceder a exclusivas discotecas miraflorinas, por no tener el color adecuado.
Incluso, siendo candidato el actual alcalde no pudo desligarse de dicha tradición y afirmó que la gente de los cerros viene a disfrutar de Miraflores y por lo tanto deben educarse, en una clara muestra de la misma lógica del pensamiento retrograda, que blanqueó a Ricardo Palma en el siglo XIX.
Lo que es evidente es el silencio. El silencio de la intelligentsia limeña que se ha paseado oronda por la feria, comprando libros, recorriendo sus pasillos y disertando en esas conferencias magistrales, ubicadas en los anfiteatros, que más parecían improvisadas trampas para ratones.
O son ignorantes o no han querido ver el asunto.
Porque cualquiera que tenga un mínimo de cultura conoce la imagen real de Ricardo Palma y, lo que en esta feria nos han vendido como su imagen es a un caucásico: al hermano ilegítimo del coronel Sanders de KFC. O, quizás, como la feria ha sido el paraíso del mercantilismo, venía a pelo con la lógica de un fast food. Para acentuar las contradicciones se han presentado bailes de landó y zamacueca y hasta publicaciones que rescatan el aporte afrodescendiente a las letras peruanas.
Lo sorprendente es que diversos intelectuales y académicos, que suelen alzar su voz por cualquier caso de racismo, esta vez no hayan dicho esta boca es mía. Y son ellos mismos los que haciendo gala de su fanatismo —que disfraza su hegemonía académica y comercial en estos temas— muchas veces caen en el ridículo, enfrascándose en polémicas francamente cojudas. Como aquella en la cual se trataba de demostrar, que, en la película de Paolo Guerrero, una actriz netamente afroperuana debía tener el papel de la madre; o en esa otra polémica, donde se defendía la negritud de la Sirenita llevada al cine; o en la que se dio cuando se escribían artículos alabando que la mazamorra Negrita ya no utilice ese nombre.
Sin embargo, en este maltrato evidente, en este blanqueamiento burdo a nuestro gran tradicionista, el progresismo no tiene nada que denunciar: no se cuestiona nada y prefiere mirar otro lado. El asunto es invisible, no existe, no importa, no tiene relevancia. A los intelectuales, académicos y a los influencers culturales no se les mueve un pelo. Tienen publicaciones sustanciosas, investigaciones y análisis sobre los mecanismos evidentes y subrepticios del racismo en el Perú, pero cuando un caso evidente amerita su voz de protesta se quedan callados.
Así es la lógica de los intelectuales amantes de la argolla y del falso progresismo: copan cátedras, llenan sus currículos con publicaciones sobre temas redituables, chapan becas y subvenciones, pero aportan poco a la sociedad. Así se mueven nuestras letras.
Para que se dejen de hipocresías, sería bueno que muden la feria al parque “El Olivar” y la bauticen como “Feria Alfredo Bryce Echenique”. Al menos, estos intelectuales tendrían lo que nunca han tenido: coherencia.